P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Es sumamente lamentable constatar que, cada vez con mayor frecuencia, las parejas llegan a la celebración del matrimonio con muy poca conciencia del paso definitivo y trascendental que están por dar ante Dios y la comunidad cristiana. Con nula preparación de la ceremonia misma, se les percibe ausentes, distraídos por elementos que deberían ser secundarios como el vestuario personal o ajeno, los saludos a los invitados, sin el más mínimo respeto a la Casa de Dios, etc. Eso sí, mucha preocupación por los detalles de la fiesta que han dejado para la última hora o sobre quién recibirá a los invitados que, en su inmensa mayoría, no participan en la celebración. Pareciera que no han asumido que el matrimonio es santo y que será durante toda la vida matrimonial, donde se desarrollará el plan común de los esposos y, por lo tanto, es imprescindible pedir la gracia de Dios para que las promesas del sacramento no sean solo rutina, sino conciencia profunda de lo que están por manifestar públicamente.
La gracia del sacramento ayudará a vivir intensamente su vida de pareja y asumir, responsablemente, las distintas y nuevas situaciones familiares para las que no están suficientemente preparados, como el hecho mismo de compartir la vida, no solo a nivel sexual, sino el nacimiento de los hijos, un cambio o una pérdida de trabajo, la muerte de un familiar o amigo, una enfermedad, las buenas y malas noticias, así como las pequeñas o grandes decisiones de cada día. Durante toda la vida matrimonial los esposos deberán cultivar, cada día, el amor que se tienen y, al mismo tiempo, crecer en la conciencia de que el amor conyugal es un don de Dios. Que de Su gracia depende que lo puedan enriquecer, así como profundizar la decisión consciente y libre de pertenecerse y de amarse hasta el fin de sus días. Hay que insistir mucho en esto, aunque soy consciente que a algunos les molestará por acentuar la centralidad de la santidad, la inmutabilidad del matrimonio y la dañina costumbre de creer que es equiparable a una unión civil en la que la pareja se desecha como se descarta algo que no sirve más.
El sacramento no es un juego por lo que no debemos prestarnos a favorecer juramentos huecos, alentados por personas mezquinas que no creen, ni en Dios ni en el sacramento. Sólo con una actitud de fe humilde, el amor no se destruirá por las preocupaciones de la vida cotidiana y tampoco permitirá que la influencia de personajes frívolos e inmorales rompan la paz matrimonial. Únicamente así, se convertirá en fuente de paz e infinita alegría y esperanza en los momentos difíciles de la vida, porque «el amor siempre da vida» (Amoris laetitia n. 165). El amor auténticamente cristiano es siempre fecundo, no sólo cuando llega la bendición de los hijos, sino en las realidades más íntimas en las que Dios se comunica y concede el regalo de participar en su acción creadora, pues «la capacidad de generar de la pareja humana es el camino por el cual se desarrolla la historia de la salvación» (Amoris laetitia n. 11).
El bienestar y la santificación de los esposos tienen que ser más custodiados por lo que, es urgente favorecer una pastoral en la que, matrimonios cristianos, que no se han cansado de buscar juntos la voluntad de Dios, acompañen a quienes pueden enfrentar una crisis. Es terrible confirmar que hay muchos que intervienen negativamente porque, somos necios y no se escucha a los padres o quienes los quieren bien, y dejan la vía libre a la intervención del mal, personificado en parientes políticos o sujetos que contaminan y destruyen todo lo que tocan. Hay grupos que se dedican a este tipo de apostolado y hacen mucho bien, como los Equipos de Nuestra Señora, un movimiento de matrimonios, para matrimonios y con una profunda espiritualidad conyugal. Su experiencia nos dice que en el acompañamiento espiritual no se puede ver nunca la familia como una entidad pasiva, en la cual solo se tiene que resolver problemas, sino que se debe considerar como una realidad dinámica, que camina para promover y asegurar el bien de los esposos y de la familia en su conjunto. Es más, la familia es una realidad que camina hacia la santidad a la que es llamada, ya que el fin último del sacramento del matrimonio, al igual que el del ministerio ordenado, es la salvación de la persona que lo recibe, mediante sus acciones y el servicio que presta a los otros miembros de la familia, principalmente a los hijos, la comunidad eclesial y la sociedad en su conjunto (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1534). Teniendo presente que el amor a Dios y al prójimo representan el centro de la santidad de todo cristiano (cf. Mt 22,37-40), los cónyuges responderán a ella cuando, mediante el amor recíproco y cotidiano, sean un signo del amor de Dios por la Iglesia, su cuerpo y esposa; cuando permitan que su amor humano se transforme en amor divino mediante la gracia que han recibido en el sacramento del matrimonio.
Domingo 11 de junio de 2023.