Discurso a los participantes en el Green and Blue Festival, en el Día Mundial del Medio Ambiente «Earth for All».
(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano).- En ocasión de la Jornada Mundial del Medio Ambiente, que se celebraba ese lunes 5 de junio, el Papa Francisco recibió en audiencia privada a participantes en el Green and Blue Festival en la Ciudad del Vaticano. Ofrecemos a continuación el discurso del Papa en lengua española.
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Han pasado más de cincuenta años desde la primera gran Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, inaugurada en Estocolmo el 5 de junio de 1972. Con ella se iniciaron diversas asambleas que convocaron a la comunidad internacional para debatir cómo gestiona la humanidad nuestro hogar común. Por eso el 5 de junio se convirtió en el Día Mundial del Medio Ambiente. No olvido que, cuando fui a Estrasburgo, el entonces Presidente Hollande había invitado a la Ministra de Medio Ambiente, Ségolène Royal, a recibirme, y allí me dijo que había oído que estaba escribiendo algo sobre el medio ambiente. Le dije que sí, que estaba pensando con un grupo de científicos y también con un grupo de teólogos. Y me dijo lo siguiente: «Por favor, publícalo antes de la Conferencia de París». Y así se hizo. Y París fue una reunión realmente buena, no por este artículo mío, sino porque la reunión fue de alto nivel. Después de París, por desgracia… Y eso me preocupa.
Muchas cosas han cambiado en este medio siglo; baste pensar en el advenimiento de las nuevas tecnologías, en el impacto de fenómenos transversales y globales como la pandemia, en la transformación de una «sociedad cada vez más globalizada [que] nos hace vecinos, pero no nos hace hermanos». Hemos asistido a una «creciente sensibilidad respecto al medio ambiente y al cuidado de la naturaleza», madurando «una sincera y dolorosa preocupación por lo que le sucede a nuestro planeta» (Enc. Laudato si’, 19). Los expertos dejan claro que las decisiones y acciones que se tomen en esta década tendrán repercusiones durante miles de años. Se ha ampliado nuestro conocimiento sobre el impacto de nuestras acciones en nuestra casa común y en quienes la habitan y la habitarán. Esto también ha aumentado nuestro sentido de la responsabilidad ante Dios, que nos ha confiado el cuidado de la creación, ante nuestro prójimo y ante las generaciones futuras.
«Mientras que la humanidad del periodo postindustrial será recordada quizá como una de las más irresponsables de la historia, cabe esperar que la humanidad de principios del siglo XXI sea recordada por haber asumido generosamente sus graves responsabilidades» (ibid., 165).
El fenómeno del cambio climático nos recuerda con insistencia nuestras responsabilidades: afecta sobre todo a los más pobres y frágiles, a los que menos han contribuido a su desarrollo. Es primero una cuestión de justicia y después de solidaridad. El cambio climático también nos recuerda que debemos basar nuestra acción en la cooperación responsable de todos: nuestro mundo es ahora demasiado interdependiente y no puede permitirse el lujo de estar dividido en bloques de países que promueven sus propios intereses de forma aislada o insostenible. «Las heridas causadas a la humanidad por la pandemia del covid-19 y el fenómeno del cambio climático son comparables a las resultantes de un conflicto mundial», donde el verdadero enemigo es un comportamiento irresponsable que repercute en todos los componentes de nuestra humanidad de hoy y de mañana. Hace unos años vinieron a verme los pescadores de San Benedetto del Tronto, que en un año consiguieron retirar del mar ¡doce toneladas de plástico!
Como «después de la Segunda Guerra Mundial, hoy es necesario que toda la comunidad internacional haga de la puesta en práctica de acciones colegiadas, solidarias y clarividentes una prioridad», reconociendo «la grandeza, la urgencia y la belleza del desafío que tenemos ante nosotros» (Laudato si’, 15). Un desafío grande, urgente y hermoso que requiere una dinámica cohesionada y proactiva.
Un desafío «grande» y exigente, porque requiere un cambio de rumbo, un cambio decisivo en el modelo actual de consumo y producción, demasiado a menudo impregnado de la cultura de la indiferencia y del despilfarro, despilfarro del medio ambiente y despilfarro de las personas. Hoy han venido los grupos de McDonald’s, el restaurador, y me han dicho que han suprimido el plástico y todo se hace con papel reciclable, todo… En el Vaticano está prohibido el plástico. Y hemos conseguido un 93%, me dijeron, sin plástico. Estos son pasos, pasos reales que tenemos que continuar. Pasos reales.
Además, como indican muchos en el mundo científico, el cambio de este modelo es «urgente» e inaplazable. Un gran científico dijo hace poco –algunos de vosotros seguro que estabais allí–: «Ayer nació una nieta mía; no me gustaría que dentro de treinta años mi nieta estuviera en un mundo inhabitable». Debemos hacer algo. Es urgente, es inaplazable. Debemos consolidar «el diálogo sobre cómo estamos construyendo el futuro del planeta» (ibíd., 14), bien conscientes de que vivir «la vocación de ser custodios de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no algo opcional ni siquiera un aspecto secundario» (ibíd., 217) de nuestra experiencia vital.
Se trata, pues, de un reto «hermoso», estimulante y realizable: pasar de una cultura del despilfarro a estilos de vida marcados por una cultura del respeto y del cuidado, del cuidado de la creación y del cuidado del prójimo, cercano o lejano en el espacio y en el tiempo. Estamos ante un itinerario educativo para una transformación de nuestra sociedad, una conversión a la vez individual y comunitaria (cf. ibíd., 219).
No faltan oportunidades e iniciativas que pretenden tomarse en serio este reto. Saludo aquí a los representantes de algunas Ciudades de varios Continentes, que me hacen pensar en cómo este reto debe abordarse, de manera subsidiaria, a todos los niveles: desde las pequeñas opciones cotidianas hasta las políticas locales, pasando por las internacionales. Una vez más, hay que recordar la importancia de una cooperación responsable a todos los niveles. Necesitamos la contribución de todos. Y esto cuesta dinero. Recuerdo que aquellos pescadores de San Benedetto del Tronto me decían: Para nosotros, la elección fue un poco difícil al principio, porque traer plástico en lugar de pescado no nos daba dinero. Pero había algo: ese amor por la creación era mayor. Aquí está el plástico y el pescado… Y así siguieron adelante. Pero ¡cuesta dinero!
Es necesario acelerar este cambio de rumbo a favor de una cultura del cuidado –de cómo se cuida a los niños– que ponga en el centro la dignidad humana y el bien común. Y que se nutra de «esa alianza entre los seres humanos y el medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios, de quien venimos y hacia quien caminamos».
«No robemos a las nuevas generaciones la esperanza en un futuro mejor». Gracias por todo lo que hacéis.