SILVIO MALDONADO B. // Anlí en los motines del oro

(Un hombre afortunado)

I

En el escenario majestuoso del occidente de Michoacán se han sucedido mil y una épocas, mil y un hechos, acontecimientos aislados o en conjuntos que lo han llevado, cambiado, transformado y vuelto a cambiar, desde el inicio de los siglos, en el correr de los años, hasta el momento actual.

Estos Altos de Jalisco y Michoacán  (“altos de Jalmich”), las derivaciones del Eje Volcánico Transversal,  y las de la Sierra Madre, albergan poblaciones como Cotija, Tocumbo, Los Reyes, Peribán, Tepalcatepec, Buena Vista Tomatlán, Parácuaro, Arteaga, La Piedad de Cabadas, Jiquilpan, Sahuayo, Zamora, Jacona, Purépero, Puruándiro, Pajacuarán, Caro y muchas otras, motores y testigos cotidianos del vivir michoacano de los siglos actuales.

Otrora, la Ciénega de Chapala y el Valle de Zamora fueron recorridos palmo a palmo por gigantescos elefantes o mamuts, grandes tortugas y primitivos cazadores nómadas, ya chichimecos, ora nahuatlatos, que buscaban en aquellos inmensos animales, el sustento diario.

A la destrucción de Teotihuacan, tribus nahoas llegaron a establecerse en aquellos amplísimos y fértiles valles formando asentamientos disímbolos, que muchos años después llegarían a ser los conglomerados de los territorios michoacanos. La emigración del grupo michoacano más antiguo, provenientes del centro del continente americano, según dicen lo que hoy es Panamá, años del 700 al 900 d.C., fundaron en Tzacapu un núcleo humano en el que Tziran-Tziran Camaru llegaría a ser el gran señor, el cacique titular del poder. Siglos adelante, acaso del XI al XIII, se sucedió una nueva migración, cuyo cacique Ireti Ticátame Achá, establecería las bases para la génesis del señorío tarasco o p´urhépecha, dominador de todo el territorio michoacano, desde las zonas altas hoy conocidas como Meseta Tarasca, los valles y lagos del antiguo señor de Tzacapu, hasta las tierras de los matlazincas y colimotes y mucho más, pero mucho más…

La expansión p´urhépecha imperial (o michoacana) del siglo XIV, ubicaría hombres de la milicia en Jiquilpan (Huanimban) desde donde dominarían y exigirían tributo a los antiguos nahoas en toda la extensión del nuevo imperio prehispánico.   

El arribo de los genocidas hispanos a estos lares, crearían en Zamora uno de los departamentos en los que ahora sería dividida la provincia michoacana y, desde la cual, región importante del occidente, se gestarían a la par, haciendas y desecación de la laguna de Chapala, como señales inequívocas del carácter expansionista y genocida ibérico, y del poco conocimiento que tenían los hispanos sobre el manejo del agua.

La invasión francesa del siglo diecinueve y la migración existente de árabes sefarditas del noveno, imprimiría en aquellos habitantes occidentales, con mayor agudeza en el actual Sahuayo, la luminosidad y transparencia de los ojos y el bigote claro, que desvanecerían la herencia india y negra de algunas comunidades; en tanto que la época porfiriana matizaría el carácter conservador y religioso de la región; no obstante, algunos pueblos como Jiquilpan se aferrarían, y se aferran aún, a sus sentires liberal y nacionalista, en el nombre del Señor, a veces más históricos que reales.

Los siglos, inmediato de ayer y el de hoy, veinte y veintiuno, deslizarían su paso entre las humeantes chimeneas de Tzacapu, antaño humo de los adoratorios michoacanos o cúes, y las inundaciones de los valles de Zamora, Tangancícuaro y de la Ciénega que, hogaño, los convirtieran en destacados productores de arroz, papa, fresa y zarzamora, mientras que continúan, como hace milenios los hervores, no tan abundantes como ayer, de Puruándiro e Ixtlán de los Hervores.

La vida de Raúl, personaje inquieto y aventurero, enredado en sueños febriles con Aloha hasta transformar su existencia en un sin fin de ideas que corrían en su mente, de aquí para allá y de allá para aquí. Cada una, producto de hechos y vivencias. Cuán raro se sentía, pues algunas veces en su ir y venir se contradecía. Quiero en un instante relatar un episodio casi heroico de esa vida, pero difícilmente acierto cuando el tiempo transcurrido se ha ido tan lejos, montado en el tiempo mismo, y con él, muchos episodios ahora transformados en vivencias pasadas y recuerdos de sabores gratos.

Recordaba Raúl su figura, la figura de su amada Aloha en aquella que fue su tan querida escuela, que ni sus fétidos olores (¿o miasmas uriníferos?) de los que hacía gala un día sí y todos los otros también, y de los que ni hacía falta abrir los ojos para guiarse y caminar por ella, porque tal fetidez conducía a la muchachada estudiantil sin detenciones, por aquellos sus oscuros pasillos que hacían rememorar a los de los primitivos hospitales de esencia francoeuropea del inicio del siglo veinte. Con todo, nada hubo que impidiera que Raúl la amara.

Allá la vio por vez primera y en un incidental cruce por los pasillos, llegó tan cerca, estuvo tan cerca que empezó por no quererla. Le molestaban sus aires de gran señora, envueltos en la prepotencia que un compañero suyo, antes insignificante y simple, empezaba ya a manifestar en los principios de su arribo al poder.

Alguna vez en dos épocas distintas de esa escuela, Raúl llegó a poseer dos veces tres características o cualidades identificadas o calificadas como las más: el más estudioso, el más apreciado, y el de más futuro, cuando estudiante; y el más querido, el más cumplido, y el que más tiempo, como maestro, le dedicaba a sus queridos alumnos…

Tanto quería a sus muchachos, en primer lugar, porque en ellos agradecía y recordaba a los más estimados profesores que aparecieron en su proceso formativo; en segundo lugar porque reconocía en ellos el centro y la esencia de su trabajo docente. Por eso se preocupaba y apuraba con ellos y, en la medida de sus posibilidades pecuniarias, los apoyaba en uno que otro trance difícil. Su estimación se daba hasta ver con sencillez sus conceptos y apreciaciones sobre su persona; como aquella cuando uno de sus estudiantes, al ver su viejo y desvencijado auto Chevrolet 56, todo maltratado, le llegó a espetar sin miramiento alguno: ¿verdad que usté es el más mendiguillo de los profesores de la escuela? Sin duda –respondió-; tienes razón si me juzgas por mi coche; mas si lo haces al conocer las grandes satisfacciones que he tenido al trabajar para ustedes, tendrás que decirme que soy el más rico de todos… Fue la orgullosa respuesta de Raúl.

Pero, regresando al motivo de esta plática escrita Aloha, le diré, o mejor te diré niña venturosa, que eran muy notorios los efectos de la prepotencia, manifestados una vez sí y otras también, en las reuniones, dizque de trabajo que el amigo citaba y citaba, y en las que tú aparecías habla que habla, tal vez en una lucha inconsciente entablada por ti para superar la engorrosa verborrea del amigo; reuniones en las que, al emitir un juicio superficial de su persona, Raúl aparecía como un vividor.

¿Sabes Aloha, días antes de su arribo a la silla del poder, rogaba, casi suplicaba el apoyo para llegar?

Porque las cosas se desarrollaron tal como ahora te las recuerdo y comento…

El señor Dr. Indalecio Barrales había sido designado secretario general de la institución. Raúl se había preparado con marcada antelación para ese momento; era lógico que, a la salida de Barrales, se hubiera alborotado la grillera en un afán obligado de búsqueda del nuevo directivo del plantel que, si bien era facultad del director general, se podría influir por medio de la presión de grupos organizados. Para tal efecto, Raúl había tenido el buen cuidado de hacer participar a tres instrumentos de acción: la Asociación de Profesores; la Asociación Médica, y la Sociedad de Alumnos cuyo líder, el joven José Luis gozaba de su absoluta confianza y estaba en su inmediata cercanía, como asistente de sus actividades docentes.

Pronto Raúl condujo los trabajos, inteligentemente, en y con los tres conglomerados, para determinar la selección de una terna de profesores que presentarían a la Dirección General. Fue claro que el líder de aquel movimiento fue Raúl, querida Aloha. Su oficina fue constantemente asediada por los maestros aspirantes, que buscaban platicar con él para aprovechar su señera presencia y estimación y sellar algún compromiso. De todos los que acudieron se destacaron tres: Avilio López, Vera Reynaga y Sósimo Bazaine.

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SILVIO MALDONADO BATUISTA

Silvio Maldonado Bautista. Dr. en Medicina por el IPN. Novelista. Director emérito del CIIDIR (Poner el nombre completo). Radica en Morelia, Michoacán.

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