Eunice Días de Paula y Luis Gouvea de Paula
Brasil
Isla del Bananal, estado de Tocantins, corazón del Brasil. Escondidos en Mata de Mamón, área de bosque inundado, un pequeño grupo de remanentes de Ãwa, o Avá-Canoeiro a como se conocen, intenta sobre llevar la vida, aislados, esquivando todo contacto con personas de nuestra sociedad. Cazados con escopetas y fusiles, diezmados por sucesivas masacres, otros sobrevivientes de este pueblo conservan aún en su memoria que un día fueron apresados y expulsados de su territorio, amarrados, bajo la amenaza armada de una misión de contacto forzado, promovido por la FUNAI. Otro grupo del mismo pueblo, aún más pequeño, fue encontrado, en Goiás, cuando las aguas de la represa Serra da Mesa comenzaron a invadir los bosques y cuevas donde se escondían. ¡Difícil empezar un texto así, cuando se quiere hablar de esperanza!
¿Fuimos capaces de hacer esto? – nos preguntamos. Sí, fuimos y seguimos siendo capaces. En plena pandemia, alentados por discursos antiindígenas y contra la conservación de la naturaleza, la presidencia de la república brasileña y los acaparadores de tierras con sus motosierras -confiados en el desmantelamiento de los órganos de vigilancia ambiental-, avanzan sobre los bosques de las áreas protegidas, tierras indígenas y bosques públicos, con enorme furor, poniendo en riesgo el futuro de muchos pueblos y la vida inmediata de los pueblos en aislamiento voluntario.
Desafortunadamente, ni siquiera la amenaza del colapso del planeta y los constantes eventos climáticos que causan dolor y muerte en varias partes del mundo, son capaces de poner en alerta a la humanidad y comprometer a los gobiernos a una intervención efectiva para cambiar esta realidad.
La verdad es que este proceso en América se remonta al período en que inició la colonización europea. Nos acercamos al final de la ocupación destructiva de los últimos reductos de bosques naturales, hecho que podría contribuir a una gran catástrofe terrestre, como han advertido numerosos científicos. Históricamente, lo que ha ocurrido en nuestro continente es la implantación de un modelo de sociedad depredador, con alto poder de destrucción de la naturaleza, extremadamente consumista y concentrador de bienes y, al mismo tiempo, la eliminación de otros modelos de sociedad, de los pueblos originarios de las Américas, basados en la convivencia con la naturaleza y en su conservación, como espacio sagrado y proveedora de vida, organizados en sistemas más participativos en el uso de los bienes disponibles.
Afortunadamente, algunos de estos pueblos resistieron y hoy nos pueden ayudar si nos disponemos a mirarlos con otros ojos y aprender la sabiduría milenaria que les permitió vivir en este continente sin agotar los recursos que aquí existían. No se trata únicamente de apropiarse de conocimientos técnicos en el manejo de los recursos naturales, sino, sobre todo, de un cambio de mentalidad y de la forma en que las sociedades y las personas no indígenas se relacionan entre sí y con el medio en que viven.
Parte del aprendizaje es nuestra adhesión a formas de vida más colectivas. El trabajo colectivo, así como la distribución de la producción entre los miembros del grupo, es una práctica común en las poblaciones nativas. Entre los Apyãwa, por ejemplo, cada cazador sabe qué parte tiene que repartir entre sus compañeros de caza, en caso de que mate un jabalí, o qué parte puede pedir para él, en caso de que otro cazador mate, y eso se hace con alegría y naturalidad. También forma parte de su cultura que cuando alguien tuvo una producción en el campo mayor a la que puede consumir, invite a otra familia a cosechar una parte para ella. Tales prácticas van acompañadas de valores que son comunes a los miembros de la sociedad, como la reciprocidad, que corresponde a la prodigalidad en el dar, pero también en la libertad de pedir cuando se tiene necesidad. Nadie se avergüenza por pedir. Quien da hoy, mañana podrá pedir a alguien si lo necesita.
Nacidos en este ambiente, la niñez participa en los procesos de distribución, acompañando a sus madres cuando visitan una casa con algo para compartir. Así, la fuerza del gesto de dar o recibir acompaña la vida infantil y es una constante en su educación hacia la edad adulta.
Además de una organización social más orientada hacia la colectividad, es necesario que nos alejemos decididamente de la visión antropocéntrica que concibe al ser humano como superior en relación a los demás seres vivos y con derecho a agotar la naturaleza, como si no fuera parte de ella. En este sentido, el Papa Francisco nos enseña, en el Pacto Educativo Global, que es necesario “encontrar otras formas de entender la economía, la política, el crecimiento y el progreso, y cuidar y cultivar nuestra casa común, protegiéndola de la explotación de los sus recursos”.
Si tuviéramos la humildad de aprender de los pueblos indígenas el cuido de nuestra casa común, podríamos adoptar otros sistemas económicos enfocados al bien común y, así, eliminar las perversas desigualdades sociales enquistadas en nuestro medio, con millones de seres humanos viviendo en miseria, mientras que sólo el 1% de las personas posee el 27% de los ingresos producidos.
La resistencia histórica de los pueblos indígenas es ardua. Conscientes de que sólo pueden seguir existiendo como pueblos dentro de sus territorios, no transigen en la lucha por la Madre Tierra. Que sepamos caminar, como nos propone el Papa Francisco en la Encíclica Fratelli Tutti, n.°8: “Soñemos con una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos alberga a todos, cada cual con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada cual con su propia voz, pero todos hermanos”.
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