Discurso del Papa a una delegación del Patriarcado Ortodoxo de Constantinopla.
(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano).- En el marco del tradicional intercambio de Delegaciones para las respectivas fiestas de los Santos Patronos (el 29 de junio en Roma para la celebración de los Santos Pedro y Pablo y el 30 de noviembre en Estambul para la celebración de San Andrés) el 27 de junio llegó a Roma la Delegación del Patriarcado Ecuménico, encabezada por el Metropolitano de Pisidia Job, copresidente de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa. Le acompañaban el obispo de Nacianzo Athenagoras y el diácono patriarcal Kallinikos Chasapis.
El 29 de junio la Delegación del Patriarcado Ecuménico asistió a la solemne celebración eucarística presidida por el Santo Padre y se reunió con el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos para las habituales conversaciones; el viernes 30 ha sido recibida en audiencia por el Papa Francisco. Ofrecemos a continuación la traducción al español del discurso del Papa que ofrece también un contacto directo con la afirmación tomada para el título de este artículo.
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Saludo con afecto a cada uno de vosotros, miembros de la Delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, que habéis participado en la Fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Agradezco vuestra presencia y doy sinceramente las gracias a Su Santidad Bartolomé y al Santo Sínodo, que os han enviado entre nosotros. A través de usted, saludo cordialmente a mi querido hermano Bartolomé y a todos los obispos del Patriarcado Ecuménico.
En primer lugar, deseo expresar mi alegría por el éxito de la XV sesión plenaria de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, que tuvo lugar recientemente en Alejandría, Egipto, por generosa invitación de mi querido Hermano, Su Beatitud Teodoro II, Papa y Patriarca greco-ortodoxo de Alejandría y de toda África. Era importante haber realizado una lectura común del modo en que se ha desarrollado la relación entre sinodalidad y primacía en Oriente y Occidente en el segundo milenio: esto puede ayudar a superar los argumentos polémicos utilizados por ambas partes, argumentos que pueden parecer útiles para reforzar sus respectivas identidades, pero que en realidad acaban centrándose sólo en sí mismos y en el pasado. Hoy, teniendo en cuenta las enseñanzas de la historia, estamos llamados a buscar juntos un modo de ejercer el primado que, en el contexto de la sinodalidad, esté al servicio de la comunión de la Iglesia a nivel universal. A este respecto, es oportuna una aclaración: no es posible pensar que las mismas prerrogativas que tiene el Obispo de Roma respecto a su diócesis y a la comunidad católica se extiendan a las comunidades ortodoxas; cuando, con la ayuda de Dios, estemos plenamente unidos en la fe y en el amor, la forma en que el Obispo de Roma ejercerá su servicio de comunión en la Iglesia a nivel universal deberá resultar de una relación inseparable entre primado y sinodalidad.
Por tanto, no olvidemos nunca que la unidad plena será don del Espíritu Santo y que en el Espíritu debe buscarse, porque la comunión entre los creyentes no es cuestión de ceder y transigir, sino de caridad fraterna, de hermanos que se reconocen hijos amados del Padre y, llenos del Espíritu de Cristo, saben situar sus diferencias en un contexto más amplio. Esta es la perspectiva del Espíritu Santo, que armoniza las diferencias sin homogeneizar las realidades. Estamos llamados a tener su mirada y, por tanto, a pedirla insistentemente como don. Oremos al Espíritu sin cansarnos, invoquémosle los unos por los otros. Y compartamos fraternalmente lo que llevamos en el corazón: penas y alegrías, trabajos y esperanzas.
Así pues, el clima de este encuentro nos lleva también a compartir preocupaciones; una sobre todo, la de la paz, especialmente en la atormentada Ucrania. Es una guerra que, tocándonos más de cerca, nos muestra cómo en realidad todas las guerras son sólo catástrofes, catástrofes totales: para los pueblos y las familias, para los niños y los ancianos, para las personas obligadas a abandonar su país, para las ciudades y los pueblos, y para la creación, como hemos visto recientemente tras la destrucción de la presa de Nova Kakhovka. Como discípulos de Cristo, no podemos resignarnos a la guerra, sino que tenemos el deber de trabajar juntos por la paz. La trágica realidad de esta guerra que parece no tener fin exige de todos un esfuerzo creativo común para imaginar y realizar caminos de paz, hacia una paz justa y estable. Ciertamente, la paz no es una realidad que podamos alcanzar solos, sino que es ante todo un don del Señor. Sin embargo, es un don que requiere una actitud correspondiente por parte del ser humano, y especialmente del creyente, que debe participar en la obra pacificadora de Dios.
En este sentido, el Evangelio nos muestra que la paz no proviene de la mera ausencia de guerra, sino que nace del corazón humano. En efecto, lo que la obstaculiza es, en última instancia, la raíz maligna que llevamos dentro: la posesión, el deseo de perseguir egoístamente los propios intereses a nivel personal, comunitario, nacional e incluso religioso. Por eso Jesús nos propuso como remedio convertir nuestros corazones, renovarlos con el amor del Padre, que «hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45). Es un amor gratuito y universal, que no se limita al propio grupo: si nuestra vida no proclama la novedad de este amor, ¿cómo podremos dar testimonio de Jesús al mundo? La cerrazón y el egoísmo deben oponerse al estilo de Dios que, como Cristo nos enseñó con el ejemplo, es el servicio y la abnegación. Podemos estar seguros de que, encarnándolo, los cristianos crecerán en comunión mutua y ayudarán al mundo, marcado por divisiones y discordias.
Queridos miembros de la Delegación, aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros y por la Iglesia que representáis hoy aquí. Pido al Señor que, por intercesión de los santos Pedro y Pablo y de san Andrés, hermano de Pedro, este encuentro nuestro sea un paso más en el camino hacia la unidad visible en la fe y en el amor. Fraternalmente, os pido que recéis por mí y por mi ministerio. Muchas gracias.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.