P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Desde siempre, la familia ha sido llamada a vivir la santidad plena, sin miedos, sin envidias, ni celos, porque está llamada a ser feliz hasta el último suspiro en todos los ambientes, en todas las circunstancias del terrible y ordinario cotidiano. Naturalmente, no podemos pretender que la santidad, que no es otra cosa sino la felicidad, se dé en hechos extraordinarios y fuera de la realidad, sino, en las pequeñas cosas del día a día; por esto, ni el trabajo, ni las tareas domésticas de los esposos, ni su preocupación y dedicación por los hijos, como tampoco todas las diversas «preocupaciones familiares deben ser algo ajeno “a su estilo de vida espiritual” (Amoris laetitia, N° 313)». La espiritualidad familiar se desarrolla en medio de las realidades que tienen lugar en la existencia conyugal en el terrible cotidiano que, muchas veces, es monótono, rutinario y, aparentemente, no tiene nada ni de especial y mucho menos fascinante. Más aún, los esposos cristianos, cuando viven plenamente su vocación, son llamados a santificar estas “simples realidades”, mediante la ayuda de la gracia del sacramento del matrimonio.
Es, precisamente, su actitud ante la vida lo que hace posible que ellos mismos se ayuden «mutuamente a santificarse en la vida conyugal» (Lumen Gentium N° 11), ya que «son uno a otro para sí, para sus hijos y para los restantes familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe» (Apostolicam actuositatem, N° 11). El Papa Francisco nos recuerda que «la espiritualidad se encarna en la comunión familiar, porque está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. (…) En definitiva, la espiritualidad matrimonial es la fuente y sostén del vínculo habitado por el amor divino. Un vínculo que, indisoluble como es, pide una espiritualidad de fidelidad, respeto y diálogo, juntamente a una sana autonomía y libertad (Cf. Amoris laetitia, N° 319-320). Un lazo compuesto por relaciones que comprenden todos los aspectos emotivos, psíquicos y físicos de las personas, incluyendo la intimidad sexual de los cónyuges.
Estamos hablando de la unión en la que el amor permite la experiencia de una espiritualidad fecunda, abierta a la vida y a las necesidades de los otros y que se inserta en la Iglesia que también es experiencia de comunión y fraternidad. Por todo ello, es imprescindible que esa fecundidad se cuide y se estimule mutuamente, simple y sencillamente, porque es parte de la acción creadora de Dios para que nadie se sienta abandonado (Cf. Amoris laetitia, N° 321). El matrimonio abre a la pareja al dinamismo de aceptarse y promoverse mutuamente porque amar al otro es acogerlo como es, y, al mismo tiempo, impulsarlo a dar lo mejor de sí, a superar los miedos, las inseguridades y a confiar que se espera de él algo que supera el conocimiento que se tenía al inicio del noviazgo pues lo lleva a entregarse desde una dimensión indefinible e imprevisible. El amor verdadero, es, al mismo tiempo, la oportunidad que el otro proporciona como el medio de que la pareja pueda responder a todo lo que de ella se espera.
Estamos frente a un gran desafío de favorecer una espiritualidad matrimonial que no descuide jamás la responsabilidad que tienen los esposos para no programar su vida solo de manera individual, e independiente, sino que deben verificar, los dos, con los hijos y otros familiares cercanos, los afectos que cada acción puede conllevar para los distintos miembros de la familia. De aquí que jamás será una misión menor el proponer el amor conyugal como el camino de la responsabilidad y del desarrollo de una conciencia común, tanto de la familia como de toda la Iglesia. Obviamente, esta espiritualidad deberá estar enraizada solamente en Cristo y en lo que esto implica para que los esposos nunca se cansen de seguirlo a Él porque lo han puesto en el centro de sus acciones y opciones; conscientes de que, como pareja, están llamados a la santidad en Cristo y solo en Él pueden conseguirla. De este modo, la espiritualidad conyugal será una participación al amor de Cristo que se ha donado a sí mismo en el misterio de la Cruz. La espiritualidad de los esposos se caracterizará como vida que se dona según el ejemplo de la vida de Jesús ofrecida al Padre y al hombre. Así, todo simple hecho rutinario, como preparar la comida o hacer la limpieza -por ejemplo-, podrá ser vivido como manifestación creíble de los dones del amor que se tienen mutuamente los esposos y que caracteriza su vida matrimonial.
Domingo 9 de julio de 2023.