P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Seguir a Jesucristo desde la fidelidad a la vocación personal que hemos recibido, no es fácil. Tampoco podemos dar por supuesto que será exento de pruebas y crisis dolorosas que pueden llevarnos a la tentación de claudicar y quedarnos a la mitad del camino. En teoría, somos conscientes que, si queremos seguir a Cristo de cerca para seguir sus criterios fielmente como nos lo ha enseñado, implica renunciar a los criterios del mundo. Aun cuando no tengamos que padecer el martirio de sangre, si somos verdaderos testigos, tendremos que perder la propia vida para encontrarla realmente (Cf. Lc, 15,27.35), para llegar a Cristo, la Vida verdadera, y permanecer en Él (Cf. Jn 15,4-5). Cuando nos referimos a la familia, el Papa Francisco nos recuerda que: «ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar» (Amoris laetitia N° 325).
Muchas parejas en crisis podrían salvar su relación si fueran más conscientes de que un amor fuerte y verdadero, es la única vía para acompañarlos en momentos de dificultad y, en ocasiones muy frecuentes, a renunciar a sus propias ideas, a veces, caprichos y visiones unilaterales. En la vida matrimonial, como en el sacerdocio y la vida consagrada, es necesario aprender a asumir todos los sacrificios que sean necesarios para ver el bien de todos y, así, estar en posibilidad de superar y trascender los problemas y dificultades del día a día. Cuando no hay capacidad de diálogo, de perdón y el deseo de abrirse a la posibilidad de que el otro tenga razón, son las situaciones más nimias y triviales las que desgastan e incluso, asesinan el amor. Las pruebas y las crisis permiten crecer en misericordia y ayudan a no dejarse llevar por la desesperación, por la constatación de los límites personales sin renunciar «a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido» (Amoris laetitia N° 325).
Esas son, precisamente, las situaciones de prueba y confusión que nos permiten fortalecer la fe y la esperanza. Incluso cuando hay incomprensión y experimentamos esa soledad hiriente que se sufre más cuando estamos entre los demás y tenemos esa terrible sensación de que nadie nos entiende y no somos significativos para ninguno. Esas son las paradojas de nuestra fe para las que nos preparó el Señor porque «los seguidores de Jesús tienen que estar preparados para verse rechazados por quienes buscan su propia gloria, porque los discípulos no pueden ser más que su maestro (cf. Jn 3,18-21; 8,43.-47; 15,18-16,4)». Olvidamos con frecuencia que la reconciliación con el cónyuge, con los familiares y amigos sólo podrá ser posible cuando volvemos nuestra mirada a la persona de Cristo pues sólo Él nos da la fuerza para mirar con ojos nuevos al otro, para perdonar las ofensas recibidas, para no tener en cuenta el mal recibido, sino aprovecharlo todo para transformarlo en bendición.
Si esto sucede en toda relación aun entre quienes dicen quererse más, cuanto más podría suceder en la vida de los esposos cristianos que ven amenazada su unión por familiares políticos que no son creyentes o para quienes lo más importante es la imagen y el dinero. Estamos ante un gran reto y una enorme responsabilidad de aprender que, ante una molestia que le causen los demás, en lugar de dejarse vencer o avasallar, fortalezcan una reacción interior de lucha, de creer en sí mismo, de no permitir que nadie, ni siquiera los parientes de su pareja o supuestos amigos, destruyan lo que tiene que ser solamente de dos. Si hay fe en el matrimonio o en una amistad, sería más fácil bendecir al otro desde el fondo del corazón, desear el bien del otro y pedir a Dios que lo libere de las influencias malignas y mal intencionadas y lo sane y solo entonces, podremos respondan con una bendición, porque para esto hemos sido llamados: para heredar una bendición (1 Pe 3,9).
Si tenemos que luchar contra un mal o decir una verdad que nos es bien recibida, hagámoslo, pero siempre digamos “no” a la violencia interior que nos paraliza y nos resta entusiasmo para seguir viviendo y esperando (Cf. Amoris laetitia N° 104). Si tenemos que denunciar una injusticia, hagámoslo, pero luchemos también para que podamos convertirnos cada vez más en un templo donde habite el Espíritu de Dios, sin olvidar que «la familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística» (Amoris laetitia N° 29), así como recibir el sacramento de la reconciliación, aunque parezcamos fuera de moda.
Domingo 16 de julio de 2023.