El matrimonio es amistad

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Uno de los mayores retos que enfrentan los jóvenes en nuestros días es superar la erotización de una relación basada sólo en la búsqueda del placer que, si bien, es importante, no debería ser el centro de un matrimonio basado en el amor verdadero, el respeto y la fidelidad. El matrimonio «es una amistad (…) orientada siempre a una unión cada vez más firme e intensa, y que adquiere un carácter totalizante que sólo se da en la unión conyugal. Precisamente por ser totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación. Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco» (Amoris laetitia N° 125). Por esto, el Concilio Vaticano II afirmaba que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida» (Gaudium et spes N° 49), y recordaba que el matrimonio «no ha sido instituido solamente para la procreación» sino para que el amor entre los esposos «se manifieste, progrese y madure según un orden recto» (Gaudium et spes N° 50). 

Es fundamental que la búsqueda del placer no sea obsesiva, sino que cuide «la alegría del amor» que «amplía la capacidad de gozar y (…) permite encontrar gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga» (Amoris laetitia N° 126). De esta manera, el amor entre los esposos llegará a llamarse «caridad» porque cada uno de los cónyuges captará y apreciará «el “alto valor” que tiene el otro (Amoris laetitia N° 127)» y no se dejará guiar prioritariamente por la atracción física o psicológica, ni intentará poseer al otro, siguiendo los cánones de una sociedad secularista, sino que llegará «a vibrar ante una persona con un inmenso respeto y con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad. El amor al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis necesidades» (Amoris laetitia N° 127). El gran reto de los matrimonios ha sido, es y será, luchar por formar una auténtica comunión en la comunidad familiar.

La relación conyugal entre el esposo y la esposa dispone los cimientos sobre los cuales se va edificando la más amplia comunión entre los otros miembros de la familia: entre los padres y los hijos, entre los hermanos y las hermanas, entre éstos y los demás familiares. Es necesario superar la trampa en la que los esposos entiendan la familia como un conjunto de personas autónomas en lugar de una unidad armónica e integral. En su discurso del 25 de octubre de 2013 a los participantes en la Plenaria del Consejo Pontificio para la Familia, el Papa Francisco advertía sobre este peligro y afirmaba que: «la familia no es la suma de las personas que la constituyen, sino una “comunidad de personas” (cf. Familiaris Consortio, nn. 17-18). Y una comunidad es más que la suma de las personas. Es el lugar donde se aprende a amar y el centro natural de la vida humana. Está hecha de rostros, de personas que aman, dialogan, se sacrifican por los demás y defienden la vida, sobre todo la más frágil y más débil. Se podría decir, sin exagerar, que la familia es el motor del mundo y de la historia».

Y añadía: «cada uno de nosotros construye la propia personalidad en la familia, creciendo con la mamá y el papá, los hermanos y las hermanas, respirando el calor de la casa. La familia es el lugar donde recibimos el nombre, es el lugar de los afectos, el espacio de la intimidad, donde se aprende el arte del diálogo y de la comunicación interpersonal. En la familia la persona toma conciencia de la propia dignidad y, especialmente si la educación es cristiana, reconoce la dignidad de cada persona». Por lo tanto, es bueno que el cónyuge tenga claro que su familia es el lugar de las relaciones primarias, fundantes, que son propias de los vínculos generativos, ya sea en el sentido de «generar» como en el de «ser generado», no solo en términos biológicos. Además, estamos llamados a considerar la familia como lugar de encuentro entre la diversidad posible en la experiencia humana: entre los sexos, entre las generaciones y, también es posible, entre razas. Pero, sobre todo, es necesario dejar muy claro que la comunión radicada en los vínculos naturales de la carne y de la sangre se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en la maduración de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu. Y todo ello pues es el amor el que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, y, así, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar. De este modo, el «amor para siempre» que vincula a los esposos ya no comprende solamente el otro cónyuge, sino que llega a compartirse y abarca, también, a los hijos, a los abuelos, a los hermanos y a todos los familiares que estén dispuestos a fortalecer los lazos del amor y el respeto, del diálogo, el perdón y el reto perpetuo de buscar la santidad que no es otra cosa sino la felicidad.

Domingo 2 de julio de 2023

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