Escribo en la madrugada del día 20, día en que se cumple el centenario del asesinato de don Francisco Villa en Parral, Chihuahua, y me viene a la memoria el episodio que narra el zamorano Gildardo Magaña en su excelente obra: Gildardo Magaña Cerda. Emiliano Zapata y el agrarismo en México. Tomo II. Capítulo IX. “Como nació en Francisco Villa la simpatía por el General Zapata”. De cómo Magaña enseñó a Francisco Villa a leer y escribir de manera más ágil y abusando del espacio que generosamente Guía nos obsequia, transcribo esa parte del libro:
“Abraham Martínez, Rodolfo Magaña y quien esto escribe, habíamos salido a mediados de junio hacia Chihuahua para conferenciar con el Jefe de la Revolución en el Norte; pero creímos conveniente hablar antes con el señor licenciado Vázquez Gómez, radicado en Texas, para tomar informes seguros de la situación… Desgraciadamente, al pasar por la capital de la República se nos hizo prisioneros y se recogió una parte del parque traído. Nuestro hermano Rodolfo no sufrió la detención, pues aunque estaba en el grupo, al jefe de los aprehensores le pareció inofensivo por su aspecto juvenil…
– ¡Qué zapatista va a ser ese escuintle, déjenlo! -expresó el mencionado jefe.
Rodolfo, aprovechando aquella brillante oportunidad, se retiró con toda violencia del lugar, por lo que, cuando los esbirros trataron de capturarlo por haberse cerciorado de que también era rebelde, ya el escuintle se hallaba en las estribaciones del Ajusco… Martínez, Méndez y nosotros fuimos internados en la penitenciaría del Distrito Federal, en celdas de la crujía B, quedando rigurosamente incomunicados.
En la misma crujía se encontraba también prisionero Francisco Villa, salvado de las manos de Huerta como ya dijimos. Dos o tres días teníamos de recluidos en la celda, de la que no habíamos salido ni el corto tiempo que conforme al reglamento se concede a los presos para tomar el sol, cuando una tarde, al oscurecer, de improviso, un hombre de recia complexión abrió la puerta de la celda, penetró a ella y volviendo a cerrarla, en tono marcadamente afable, acercándose hasta la cama nos dijo:
– Oiga, amiguito, ¿por qué lo guardaron? ¿Se le durmió el gallo?
– No, señor -le contestamos- no se me ha dormido ningún gallo, ni sé por qué me han traído aquí.
– Ande, ande, no se haga; si ya sé que usté es zapatista y por eso lo vengo a vesitar; yo soy Villa; quero que séanos amigos. ¿O no me mira cara de hombre?(No es nuestra intención la de ridiculizar al guerrillero fronterizo por su modo de expresión, que es general en los campesinos del Norte. Únicamente hemos querido dar toda la naturalidad a las conversaciones que reproducimos. Precisión del General Gildardo Magaña).
-Mucho gusto en conocerlo y mucha satisfacción en que seamos amigos-, le repusimos-; pero yo no sé la causa de mi detención.
-No empiece, amigo, no empiece; yo quero que me tenga confianza, no ve que a mí me tienen también enjaulao, todo por culpa de ese … (y aquí soltó una frase un tanto candente con dedicatoria para Victoriano Huerta).
Villa se ponía furibundo al recordar cómo iba a ser fusilado por aquel mílite.
–Así es que ya le digo -agregó visiblemente contrariado por el recuerdo de su ex jefe- quero que séanos buenos amigos y que nos mírenos como compañeritos, al cabo ya ve que losemos de cárcel. Bueno, ya me voy; ay vendré mañana pa´que échenos la platicada. Que pase buena noche -terminó, y saliendo de la celda, se retiró a la suya.
No dejó de impresionarnos fuertemente la visita de aquel hombre, quien nos habló con ruda franqueza y a quien juzgamos sincero.
Una vez, al estar comiendo (ya para entonces había mesa, sillas y otros muebles que Villa había hecho llevar a la celda), el guerrillero con marcada curiosidad miró los libros que allí había y preguntó:
-Oiga, ¿y pa qué quere tanto librote colorao?
-Para leer -le contestamos.
-Pero todos son iguales.
-Así parece; pero no lo son. Todos son distintos y juntos forman la Historia de México escrita por Niceto de Zamacois.
-A ver, a ver, cómo está eso de la historia, barájemela despacio pa que le entienda. Usté me quere decir quen esos libros está todo dende el prencipio? ¿Usté sabe cómo vino México al mundo? ¿Ya sabe lo que dicen esos libros?
–Sí, en la historia figura todo de cuanto, respecto a México, se tiene conocimiento.
Villa suspendió la comida, dejó su asiento, tomó uno de aquellos libros y suspirando lo hojeó. Dijo luego:
-Por lo que miro, amiguito, usté es muy cultivao.
Sentándose de nuevo, colocó el libro sobre la mesa y súbitamente preguntó:
–Oiga amigo, ¿qué también las tarugadas que uno hace las apuntan esos siñores en la historia?
–Naturalmente; cuando un hombre se destaca prestando servicios a su país, la historia se ocupa de su actuación como también señala los errores que comete.
–Mire no más, quén había de dicir que también lo malo que uno hace lo tenían que apuntar … yo creiba que no más lo bueno, pos malo, todos lo hacemos.
-Pero acabe usted de comer -le dijimos.
–No, amigo, qué comida ni qué nada; esto es más interesante. Oiga -agregó- ¿usté no es amigo del que escribe esos libros?, porque, mire, estaba bueno echarle una platicada, ya ve que yo he sido vítima de munchas calunias. ¡Hum! amigo; si yo tuviera la mitá del cultivo que usté tiene, en lugar d’ estar en estas … prisiones, estaría sentao en la silla del Gobierno de Chihuahua. Uno, el primer enemigo que tiene es su inorancia, yo casi no sé ler ni escrebir, yo no sé más que pintar mi nombre -dijo modestamente-, y cuando lo pongo en un papel, no sé si pido mi sentencia de muerte. Oiga, ¿qué es muy trabajoso enseñarse a ler y escrebir bien?
–No, hombre, ¡qué trabajoso va a ser! Todo es que usted se proponga y aprenderá con facilidad.
–¿De veras, amigo? ¿Me quere usté enseñar? ¿Cuánto me quita por enseñarme?
–No le quitaré a usted sino el tiempo que sea necesario para que aprenda.
–No, amigo, no le dé mortificación; no es justo que usté me inflite (sic) a la muela todos los días y hasta me enseñe a ler y escrebir bien y no quera que me cueste. No crea que lo quero apapachar con centavos, yo sé que usté es mi amigo; pero mire, aquí todos me sangran, croque hasta por rirme me cobran; pero no li hace, me los traigo al trote a todos. ¡Ay, amigo, si yo me llegara a cultivar! …
-Todo es que usted quiera.
-Pos si pa luego es tarde, amiguito.
Ese día recibió la primera lección (a pesar de que cuanto decimos es la verdad y de que el general Villa expuso en sus memorias confiadas al doctor Ramón Puente, lo que aquí dejamos asentado, creemos oportuno expresar que nuestra intención no ha sido vanagloriarnos por ese pequeño servicio, producto de las circunstancias. Sin conocimientos didácticos, emprendimos la tarea de hacer que Villa mejorase sus conocimientos, porque resultó una distracción para ambos en aquellas tediosas y largas horas de encierro. Para no aparecer jactanciosos quisiéramos haber expuesto las cosas de otro modo; pero nos habríamos apartado de la verdad. Apreciación del General Gildardo Magaña).
–Yo quero que me enseñe a pintar bien las otras letras que no están en mi nombre, porque esas sí las pinto regular; pero yo quero enseñarme a ler y a escrebir bien, amigo, onque le pague lo que sea; quero cultivarme pa poder tener cevilización, porque mire, ya cevilizado uno, puede exegir sus derechos, no que aquí me tienen estos abogaditos no más como burro, y que ora, y que mañana y que hágale p’acá, y que hágale p’allá y suelte los tlacos; y ya cultivao no se rinde uno amigo.
Villa tomó el estudio con verdadero cariño, puede decirse que no se ocupaba de otra cosa. En su entusiasmo, casi llegó a olvidarse de que estaba preso; y su deseo antes incontenible de salir de aquel encierro en cualquier forma, no volvió a externarlo durante un lapso de cincuenta días que dedicó a sus ejercicios.
–A ver, amigo -dijo un día-, ora sí écheme uno de esos libritos coloraos a ver si le podemos hacer la lucha.
Y loco de gusto, aunque con bastante dificultad, pudo leer el primer capítulo.
–¡Ora sí podré saber cómo se hizo México -exclamó lleno de alegría y se llevó a su celda el primer tomo de la Historia de México.
Durante horas y horas, encerrado en su cuarto, permanecía dedicado empeñosamente a la lectura y cuando la luz del día acababa, hacía uso de velas de parafina, leyendo hasta la una o dos de la mañana, para levantarse a las cinco. De cada nuevo capítulo que leía, solicitaba una explicación; y continuaba leyendo.
Cuando hubo leído el primer tomo, pidió el segundo, el tercero luego y así hasta terminar de leer todos. Se habían abierto para él nuevos horizontes.
–¡Quén había de dicir -comentaba un día- que la politiquiada juera tan buena! Ya ve cómo ese siñor don Hernando Cortés en Cholula, si no hubiera sido por la politiquiada que les hizo lo hubieran almorzado allí; pero haciéndoles crer que no sabía lo que le querían hacer, se conquistó hasta los que estaban en su contra y salió al fin triunfante dándoles un golpe mozo. Era valiente el siñor Cortés; pero también era muy buen politiquero.
Y refiriéndose a la época de la guerra de independencia, en otra ocasión comentaba:
–¡Caray!, mire no más, amigo, quén había de crer que un curita como el siñor Morelos había de ser tan valiente y tan bueno pa guerriar. No diga, si eso de las sorpresas da muy buenos resultados; a mí me los ha dao y si Dios quere, me los tiene que dar mejores.
Terminada la lectura de la Historia de México, empezó a renacer su ansia de libertad.
–Dicen los licenciaos -nos contó sonriendo un día, frotándose las manos-, que antes de diez días me arreglan. A ver si es cierto. Ya no les quero crer nada, ¡tanto me han dicho, amigo! Si se me hace, yo le voy a demostrar cómo sé ser amigo; yo me comprometo a sacarlo de aquí. Verá qué buen licenciao soy estando ajuera. No crea que me vaya a olvidar de todo lo que ha hecho por mí. ¡Ay, amigo! Yo quisiera que el reló caminara de carrerita pa que se cumplieran esos diez días de los términos de las pruebas y de quen sabe qué más que dicen esos amigos. Ya les advertí que me cobren lo que queran, pero que me saquen de aquí y que si llega ese plazo y no me han echao, que ya no se me vuelvan a parar enfrente, porque no es justo que yo esté encerrao. Si luego se mi hace que como yo soy su vaca lechera, y no más me están ordeñando, no queren que salga pa que no me les valla. Yo les dije a estos abogaos que se parecen a un dotor de allá de mi tierra que yo conozco; no era de esos dotores de levita, no curaba luego, no más cultivaba de enfermedá de sus clientes pa poderles espremir y así a ratos se mi hace que están haciendo conmigo.
Villa, impaciente porque el tiempo no transcurría con la velocidad que deseaba, aprovechó los días para leer Don Quijote, que le llamó poderosamente la atención, sugiriéndole algunas curiosas y originales reflexiones” (Gildardo Magaña Cerda. Emiliano Zapata y el agrarismo en México. Tomo II. Capítulo IX. “Como nació en Francisco Villa la simpatía por el General Zapata”).