Populismo y corrupción: mellizos inseparables

Si el líder populista interpela directamente al pueblo, las instancias de mediación de la democracia representativa no son más que un estorbo.

Ciro Murayama

Un elemento común de los líderes populistas contemporáneos es que llegaron al poder con una enérgica denuncia contra la corrupción. Pero también comparten el rasgo de que, instalados en el gobierno, en vez de combatir la corrupción la alimentan a su favor.

Así lo alertó Nadia Urbinati en su libro Yo, el pueblo. Cómo el populismo transforma la democracia (INE-Grano de Sal, 2020). Dice la profesora italiana: el populismo, “pese a que se presenta como un golpe contra la corrupción de la mayoría vigente, puede incluso acelerar la corrupción en vez de curarla, pues una vez llegado al poder necesita repartir favores y emplear los recursos del Estado para proteger a su coalición o a su mayoría a lo largo del tiempo. A partir de esta lectura, el populismo en el poder resulta ser una maquinaria de corrupción y favores nepotistas que recurre a la propaganda para demostrar lo difícil que resulta cumplir sus promesas debido a la conspiración en curso (tanto exterior como interior) de una cleptocracia todopoderosa y global”. (p. 53).

Por supuesto, Urbinati no afirma que la corrupción sea una creación del populismo, de hecho lo antecede. No hay democracia representativa que haya escapado por completo a prácticas de corrupción y se puede enumerar una amplia lista de sistemas de partidos que han prohijado la corrupción y la impunidad. Con ello han contribuido al desencanto social con la democracia y sus instituciones básicas, como el Parlamento y los partidos. Mas el punto que me interesa subrayar de Urbinati es otro: que los gobiernos populistas no son, de manera alguna, la cura de la corrupción sino su escalada con un nuevo rostro.

Recordemos, siguiendo de nuevo a Urbinati, las características básicas del populismo que se reproduce en nuestro tiempo: “1) concede exclusivamente a la mayoría ganadora la capacidad de resolver las discrepancias sociales; 2) tiende a destruir la mediación de las instituciones al hacerlas sujeto directo de la mayoría gobernante y su líder, y 3) construye una representación del pueblo que, si bien abarca a una gran mayoría, excluye ex ante a la otra parte”. (p. 30).

Siendo así, para el líder populista sobran las instituciones de mediación entre él y el pueblo. O las subordina o las busca destruir. No es extraño, por tanto, que los gobiernos populistas sean en particular reticentes a la transparencia y la rendición de cuentas. En vez del control externo de agencias independientes sobre quien ejerce el poder, el líder populista apuesta a su exposición continua ante el público y a su popularidad. Con eso basta. Si él interpela directamente al pueblo, las instancias de mediación de la democracia representativa no son más que un estorbo. Los controles al gobierno por parte de la oposición, de entes autónomos, de la prensa libre, son vistos incluso como ilegítimos, como instrumentos de las élites que se oponen a la obra superior, incuestionable, del líder populista.

Así, los gobiernos populistas terminan por dinamitar los instrumentos que mejor han funcionado en la experiencia internacional para abatir prácticas corruptas, como son los órganos autónomos de supervisión del gasto público, la prensa crítica y profesional, la sociedad civil vigilante, los contrapesos y la división de poderes, la independencia del Poder Judicial, por ejemplo. El problema con los gobiernos populistas es que ellos se reivindican como honestos (¿qué político no lo hace?), pero se resisten a cualquier control externo para verificar la probidad de sus actos. El populista pretende ser, siempre, juez y parte.

La profesora Urbinati, en el libro citado, no se ocupa de México. Habla del Perú de Fujimori, la Argentina de Menem, los Estados Unidos de Trump, la Italia de Berlusconi, la Venezuela de Chávez, la Turquía de Erdogan, la Hungría de Orbán y otros más.

En nuestro caso, está a la vista la parálisis impuesta desde el gobierno al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales (INAI), lo que en los hechos cancela derechos constitucionales de miles de ciudadanos. O que en la administración pública federal la práctica de asignar contratos públicos a través de licitaciones es cada vez más escasa. Y los ejemplos podrían extenderse.

Entonces vale preguntar si seremos una extraña excepción global o si, aquí también, al avivar la opacidad y evadir la rendición de cuentas, el populismo no hace sino exacerbar la corrupción sin freno.

El autor es economista, profesor de la UNAM.

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