SILVIO MALDONADO B.  // “Tres del occidente tres” I

“El Mogote”

La Piedad de Cabadas está en la encrucijada de tres entidades federativas, Michoacán (a la que pertenece), Guanajuato y Jalisco; tan cercanos entre ellos, que no es exageración decir que ahí se puede cambiar de ubicación, al pasar de una entidad a las otras, caminando unos cuantos pasos o, como mucha gente dice, a tiro de miada. 

Hasta donde las buenas memorias recuerdan, el primer nombre que tuvo la actual ciudad de La Piedad fue el de Zula (lugar de codornices), cuando habitado por grupos de origen azteca. Fue por los años de 1530 cuando lo conquistaron los p´urhépecha, quienes le endilgaron el nombre de Haramútaro Tzicuirin (lugar de cuevas pequeñas).  San Sebastián Haramutarillo fue llamada por el conquistador Nuño de Guzmán, personaje tétrico de tan nefastos recuerdos, allá por los mil quinientos treinta (Por cierto que entre sus gracias, fue el inventor de las patitas al carbón, al tatemar en vivo y en directo a Tzimzicha, último señor de Michoacán).

Ya en el siglo XVIII llegó a este poblado de referencia, La Piedad, imagen que fue tan venerada en uno de sus templos católicos, que terminó por darle el nombre en un nuevo bautizo. Para esos años, los indígenas p´urhépecha eran sumamente escasos o, de plano brillaban por su ausencia, habían desaparecido por los altos índices de mortalidad que tenían, o habían huido  en busca de mejores aires y derroteros; por eso, La Piedad fue asiento de españoles linajudos propietarios de haciendas, estancias y ranchos en la región, obviamente, a costillas de las antiguas pertenencias de los primitivos habitantes. Con ese nombre de La Piedad, llegó hasta 1871, año en el que se le otorgó el título de ciudad, bajo la denominación definitiva y última de  La Piedad de Cabadas, en reminiscencia y agradecimiento para el cura José Cabadas Corzo, hombre bueno y de magnánimas acciones quien, entre otras cosas, fue el impulsor de la construcción del Puente Cabadas entre 1832 y 1833, sobre el Río Lerma, límite natural entre Michoacán y Guanajuato.   

Pues bien, un viejo ricachón de La Piedad, se murió en la Ciudad de México. Viejo adinerado, de los grandes y primitivos criadores de cerdos, allá en La Piedad de Cabadas. A su muerte ya pensada y ardientemente deseada por sus numerosos parientes, se revivieron entre éstos, añejos pleitos, descartando con mil pretextos el honroso privilegio de sufragar los gastos de traslado y funerales del viejo y odiado José Artemio, cacique todopoderoso, amo y señor del rancho Los Mogotes, y de la riquísima exhacienda ganadera de Santa Lucía, por aquellos entonces emporio porcino inigualable, unos doce kilómetros camino de terracería y brecha, en las inmediatas cercanías de La Piedad.

Después de acalorados enfrentamientos para escatimar el mínimo aporte monetario, el problema se resolvió por unanimidad, cuando Don Santos, hermano santidad, encostaló el casi cadáver del cacique y en el coche de alquiler de un su paisano, llegó prendida la madrugada al mismísimo rancho Los Mogotes, sin más aviso a los familiares del viejo, que la rara desaparición del cuerpo. Todo porque así había sido el acuerdo o consigna desprendidos de la aceptación total de sus deudos metropolitanos: “te lo llevas sin que nadie se entere; llegas al rancho muy temprano, también sin que nadie lo sepa; en tanto, todos nosotros haremos de cuenta que allí murió. Todo mundo pensará que ésa había sido su última voluntad”. No contaron con que había un chofer, testigo vivito de todo lo ocurrido.

Santos, cristiano de corazón, no puso ningún reparo en aceptar aquella responsabilidad y se hizo cargo del asunto, impulsado por su caridad religiosa y porque con aquello, pagaría algunos favores recibidos en vida del ahora difunto.

José Artemio, era conocido regionalmente por su apodo de El Mogote, por su nacimiento en la ranchería del mismo nombre. Cuando adolescente, año del señor de 1910, como rezaban entonces las fes de bautismo, era el mocetón de confianza de Don Rigoberto Santander y Triana, y su señora, La infanta Anatolia de Lucía y Góngora, dizque descendiente de uno de los reyes de Castilla la Vieja, amos españoles de Santa Lucía.

Viejos trabajadores de la exhacienda aún recordaban cuando en los inicios de la Revolución, don Rigoberto trasladó en cuarenta mulas, los cuantiosos centenarios de oro y pesos fuertes de plata, acumulados en los treinta y tantos años de auge de la dictadura porfiriana. Para ello se hizo acompañar de José Artemio y unos cuantos arrieros.

Jamás, la oficialidad llegó a saber del desenlace de aquel viaje; por mucho tiempo se pensó que todos habían sido ajusticiados por los revolucionarios, pero lo cierto fue que, entrados los veintes, El Mogote apareció podrido en dinero y dueño de miles de hectáreas en las que pronto alcanzó el auge la ganadería porcina. De ahí en adelante, dos ambiciones caracterizaron los esfuerzos realizados por José Artemio: dinero y poder. Con ambos, pronto quedaron en el rincón de sus olvidos, hambres, penurias y malos tratos recibidos de todo mundo en sus míseros años de infante y adolescente. Al paso del tiempo, El Mogote, con lujo de detalles, contaría a sus cercanos, entre ellos a Santos, los sucesos ocurridos en aquella travesía…

“Fue quihubo un agarrón entre federales y revolucionarios. Al último yo mhice el muerto y no me pasó gran cosa, nomás quiuna bala que se me clavó en los entrecijos y que ni siquera me sangró. Cuando disperté me vide solo en aquellas soledades y con todas las mulas cargadas con el maiz, el oro y la plata. Me arrendé pa la hacienda, pero ai también no había ser vivo que respirara. Fue quentonces se me ocurrió esconder aquel tesoro en las cuevas de Tetengueo, dándole gracias al Altísimo por el favor recebido; diai lo fui sacando poco a poco pa negociar”

Al paso de su vida, negro historial bien ganado, El Mogote acumuló puercos, odios, mujeres, hijos y billetes. Llegó a ser cacique del gran poder, señor de tiempos y espacios, recomendador de prebendas políticas que le redituaban mayor poder y más dinero. Pero se le fueron los años del mocerío sin pensar, sin sentir y sin contemplaciones, y le llegaron en montón los tiempos metálicos: su cabeza se llenó de plata, sus pasos se cargaron de plomo, y sus dientes se atiborraron de oro y platino.

El Mogote envejeció sin aceptarlo, todavía pensaba en mujeres, a las que les prometía mucho amor en la cartera, y terminaba por abandonarlas una tras otra para renovar su peregrinaje en busca de otras mejores; con ellas engendró numerosos hijos y, entre ellos, pleitos fraternos y miserias…

“Ninguna cabrona resiste mis güevos y mi dinero… ”

“¿Caso tiene que les dé a mis mogotes? ¡Ni madres!, ya se levantarán ellos siguiendo el ejemplo de su padre… ”

Ni su propia persona le merecía aliños y cuidados. El Mogote vestía estaciones y mugres acumuladas, calzón blanco, refajo a la cintura, huaraches de llanta y sombrero quebrado y roto por lo viejo.

¿Esparcimiento y descanso? Para qué, si el dinero llenaba su vida.

“Siento que me revitalizo cuando luagarro… ” ─decía a sus pocos de confianza.

“Con mis tierras y mis cuches nada necesito… ”

“¿Qué cuánta tierra es mía? Ni Dios lo sabe, me falta tiempo pa caminala… ”

“¿Queren saber de mis cuches…? Son tan hartos como las estrellas del Cielo… ”

“Los bancos destas tierras no conocieron ni conocerán dinero alguno del Mogote… Vrigilan más mejor mis ojos… ”

¿Por qué no te retiras de la joda José Artemio? ¡Diviértete! Se te vanir los años y niuna peladita le vas a dar a tu riqueza ─no faltaba quien le preguntara.

“No amigo, no quiero que me pase lo que a un amigo de mi tierra; un tarugo limosnero. Fue tan rico y los amigos lo mal aconsejaron… pronto se quedó en la calle pidiendo limosna… <Por favor una limosnita para este pendejo… Por favor una limosnita para este tarugo>.

¿Por qué se insulta tan jodidamente?… Hubo alguno que lo cuestionó…

¡Por pendejo! La mera verdá… -le contestaba. Hice caso de malos amigos. Gasté y desperdicié lo mucho que tenía. Según ellos, ni en cuatro vidas acabaría con mi riqueza. Mis bienes pronto se acabaron y llegaron mis males. Me vide viejo, pobre y lisiado de cuerpo y sesos. Me sobró vida y me faltó dinero. Por eso soy pendejo y limosnero…

Cuando El Mogote murió ya rascaba los ochenta y cinco; bárbaro gripón, mal atendido por no gastar, se le complicó. Nadie quiso ayudar para que lo viera un médico; ni el mismo, porque había perdido la conciencia, aunque no el sentido. Creció y vivió solo. A sus parientes ya les andaba porque se muriera. Cuando Santos, hermano santidad y encargado del orden de Los Mogotes se animó a meter la mano, consiguió un destartalado coche de alquiler de un su paisano, que lo conduciría hasta México. Por más que estaba muy grave, se agravó más con el aire frío que lo envolvió en toda la carretera; aquel vehículo estaba para el basurero, aunque el dueño presumía de tener el mejor sistema de aire acondicionado en el pueblo: le entraba el viento por todos lados. El chofer asustado de lo que llevaba sentía que las distancias recorridas no achicaban el camino… 

“Por más que taba grave, el Mogote se miraba ortimista; nunca pensó que pronto moriría ─contaría después el chofer─. Enderepente me pidió que no le hablara, quibadormirse unratito porque se sentía cansau. Cuando llegué a Santa Lucía, me costó harto trabajo jallar la entrada diatrás por la que tenía que meterlo, como bien me habían instruido. Al abrir la portezuela del coche se vino encima y derechito al suelo, porque yabía boquiau. De  seguro que el viejo tovía orita no sabe que se murió”.

Al entierro asistió toda la parentela extrañamente hermanada; bien que se habían lanzado arteros ataques divididos en dos grupos: los legítimos y los mostrencos. Cómo salieron a relucir actas de divorcio y matrimonios variados: unos de Michoacán, otros de Jalisco, algunos más de Colima y Guanajuato. Todos los argumentos se valían para repartirse la inmensa heredad, envueltos en un interminable concierto de mentadas de madre.

Aún antes de muerto, unos mesecitos antes del deceso, no faltó algún nieto, de los muchos del rancho, que le velara el sueño para dar el madruguete sobre los bienes que atesoraba en su domicilio. José Artemio lo llegó a sorprender…

“¡Qué cabrones andas buscando tan de noche, Salustino! ¿Qué se te perdió cabrón? No dejas dormir con tanto ruido”.

“Nadagüelo, usté duérmase. Ta delirando”.

“¡Cómo que nada zángano! Si nomás te miro haciendo escarbaciones en mi casa cuando nostoy… ”

“Le digo que se duermagüelo. No toy escarvando; andohaciendo mi grenaje”.

Acallar las malas lenguas era muy importante: eso los hizo cambiar un poquito. Por esos millones la parentela entera era capaz de todo: música, llantos, cohetes, oraciones y plañideras fueron contratados a buen precio. En tanto las plañideras se desgarraban la ropa entre lágrimas y rezos, los familiares hacían cuentas mentales de cuánto les iba a tocar. El ataúd se movía de hombro en hombro y de grupo en grupo, las coronas de flores tuvieron que cargarse en varios vehículos. Así y todo, entre los rezos y cantos obligados…

“… Santa virgen del Rosario, ténle mucha compasión…

… Se alcanzaban a percibir algunos cuchicheos maliciosos de los malobreros…

 “¡Ah qué muerto tan pesado… pinche madre lo parió…!”

… y siempre un estribillo cantado por Chefo, uno de los nietos, choreje de nacimiento…

“¡Lo que digan adelante, eso mesmo digo yo!”

Ya en el camposanto, fosa arreglada, esperaba otro numeroso contingente con mantas alusivas al dolor sentido. Ahí, Chona, la más chica de las bisnietas, mujer que por su timidez jamás había salido del rancho, entre las sonoras paletadas de tierra para tapar con prisa el cuerpo ya pestilente del cacique, comentaba con Ivonne, plenitud de llanto en los ojos, vecina del rancho, alquilada para llorarle al muero:

“Qué coraje haría el agüelo si pudiera mirarse en su caja de ocote; con tanto dinero que tenía el hubiera querido…

“No llores criatura. Por más que hubiera querido llevarse todo en su caja, no habría cabido. Además de qué le serviría. Por años he mirado cómo entierran y entierran tantas y tantas gentes en esta tierra pantionera, y no miro que la tierra o los gusanos aumenten… ”

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SILVIO MALDONADO BATUISTA

Silvio Maldonado Bautista. Dr. en Medicina por el IPN. Novelista. Director emérito del CIIDIR (Poner el nombre completo). Radica en Morelia, Michoacán.

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