SILVIO MALDONADO B. // Tres tías inolvidables III

“LA TÍA EDUVIGES”

-¡Degüélvime a mi nieta, engendru del maligno!; es lúnico que tengo. Dicen que la tía Eduviges, de esa manera le gritaba al cacique don Tomás, haciéndole la señal de la cruz con ambas manos.

– ¡Has de acabar a pedacitos hijo de Satanás!

También cuentan que el viejo la agarró a patadas y que un día del Señor, amaneció la mujer en plena plaza Juárez, deshechas sus entrañas, pecho y abdomen ensangrentados: alguien misterioso había segado su vida.

Igualmente, aseguran quienes presenciaron los criminales hechos, que la noche de ese horrendo y espantoso asesinato los perros no cesaron de ladrar, haciendo tenebrosa y tétrica sinfonía con los aullidos de los coyotes y las propias risotadas del cacique quien, desde su casa, embrutecido por los alcoholes ingeridos, celebraba la muerte de la anciana.

Eran los tiempos del amo Aquiles de la Peña y de uno de los más aguerridos y criminales caciques de la Tierra Caliente de Michoacán; sucesos ocurridos apenas en el descenso de las altas montañas, en la zona de transición, ahí mero donde aseguran algunos, que las aguas de los estanques y ríos tienen dos mitades separadas: la una fría, la otra caliente, y el “en medio” tibiecito.

Porque ha de saber señor, que la tía Eduviges vivía su soledad a duras penas, acompañada por su hermosa nieta Hurinda; preciosa criatura de la que el desalmado cacique enamoró en sus años viejos, merito antes de ir al descanso póstumo, tres metros bajo tierra, y en plenitud de enfermedades: diabetes, “rumatismo”, enfisema y asma; producto, todas ellas, de las maldiciones de la tía Eduviges.

Fue cierto –aseguran muchos-, la maldición de la tía Eduviges caló profundo en el ánimo del cacique, que murió a pedazos, sin un brazo, sin piernas, ciego, putrefacto y con un solo dedo en la mano izquierda.

La tía Eduviges era una tristeza andante; se la podía contemplar en una esquina de la plaza, sentada en un tronco de nogal, vendiendo limas, de ésas de “chichita”, ora enteras, ora peladas, dizque para ahorrar la pellizcada. 

La tía Eduviges era como de cuento: bonita, a pesar de sus tristezas;  cariñosa, como abuelita de aquéllos que nunca tuvieron ni madres ni abuelas, porque se daba con todos. Su ropa era invariable, parecía eternizarse, como si estuviera tejida con lluvias y tiempos; acaso porque venía de lejos, de épocas ya idas, como ella misma: viejecilla bonita, de enaguas blancas y rebozo jaspeado en azul oscuro, y mantilla negra, que dejaban ver sus hilos de plata en la cabeza y su soledad infinita en la cara; manos largas, huesudas, sin asomo de carnes, pero todavía diestras en el pelado de la fruta que rebozaba apetitosa en un canasto de carrizos.

Así fue señor, como señalan las consejas yo lo cuento. El viejo se enamoró de Hurinda y la secuestró. Su excelso poder contra todo y contra todos, y su demencia senil en plenitud, le impidieron ver diferencias entre aquella grácil adolescente y su deforme y acabada figura.

La gente dice que el viejo se prendó porque la criatura poseía un canto dulcísimo, celestial que invadía los espacios de aquella región, a todas horas y por todas partes; en pleno día, como si fueran coros encantados que deleitaban simultáneamente en diversos lugares; únicos, hermosos, inigualables, mucho más cuando regresaban convertidos en ecos, desde los recovecos de la sierra siempre rica y paridora; o cuando eran capturados en los espejos de agua de aquellos rincones paradisíacos, o en las corrientes acuosas, igualmente cristalinas, cuyos fondos aprisionaban las miradas.

Cuenta también la gente, que aquellos coros eran voces transmitidas por los ángeles, que en suaves, sonoras, variadas tesituras y tonadas ascendían y descendían, vez tras vez, como lluvia de bendiciones inmerecidas para los lugareños.

Por las noches señor, esa voz, esas voces, ese canto llevaban sensaciones de plenitud, bienestar y sosiego a la preparación del sueño y, aún, grata compañía a los duendes del insomnio.

Por todo ello, dicen señor, que el viejo cayó prendido a los pies de Hurinda; loco, enfermo, perdido y podrido –cuentan-, terminó por secuestrarla. Nadie la defendió, sólo la tía Eduviges, y ¡vaya que pagó con su vida muy cara la osadía!

Hurinda también murió; muchos años después su esqueleto apareció en una cueva de la región: estaba encadenado, descarnado, pelo abundante en el cráneo, cuencas de los ojos y cavidades corpóreas convertidas en nidos de alimañas.

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SILVIO MALDONADO BATUISTA

Silvio Maldonado Bautista. Dr. en Medicina por el IPN. Novelista. Director emérito del CIIDIR (Poner el nombre completo). Radica en Morelia, Michoacán.

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