P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Orar en familia es fundamental para afrontar el reto de vivir en plenitud y para estar en posibilidades de detectar las insidias y trampas del maligno que ha decidido atacarla en sus raíces más profundas como es el matrimonio. En primer lugar, conviene insistir en que la oración familiar debe ser comunitaria y su auténtico significado se puede definir mediante tres directrices. En primer lugar, es necesario que la oración sea en la familia. Como iglesia doméstica, es importante que la familia sea el lugar donde se reza y se aprende a orar; donde se sabe escoger un momento privilegiado del tiempo libre para dialogar, como comunidad cristiana, con Dios. Es un hecho que, por simple, se puede olvidar, esto es que solo orando juntos, la familia puede acoger el proyecto de Dios en ella, puede cumplir y expresar sin temor la diversidad de gestos de acogida, de compartir no solo el espacio físico o lo material, sino se aprende a ser fuerte y a estar unida en las crisis y las pruebas, en las adversidades y a ser perseverante en el don recíproco del amor, con sus luces y sombras, con sus defectos y virtudes, con sus límites y puntos de fuerza y posibilidades.
En segundo lugar, es la oración de la familia. Por esto, la oración en familia se hace conjuntamente, es decir, el marido junto a la mujer, y, cuando hay hijos, los padres junto a sus hijos. Esta oración introduce a los miembros de la familia, en particular a los hijos desde pequeños, en la actitud de oración, de fe y esperanza a la que está llamada a vivir la Iglesia. Al ser la oración de la familia, San Juan Pablo II afirma que su contenido es «la misma vida de familia que en las diversas circunstancias es interpretada como vocación de Dios y es actuada como respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc.» (Familiaris consortio N° 59). Por último, y, no por esto menos importante, la oración debe ser para la familia, es decir, pidiendo la intercesión de Dios, con su ayuda y misericordia, para el bien familiar.
Por consiguiente, la comunión de los cónyuges, el compartir en la oración lo que se es, lo que se tiene, lo que se espera, lo que se sufre, de lo que se tiene miedo, la enfermedad, el gozo por el triunfo de uno, el dolor por el fracaso de otro, es la base auténtica para el crecimiento de la intimidad y fecundidad espiritual. De aquí que conviene recordar que una oración sincera y auténtica da siempre frutos y no es tanto una obligación de Dios, aun cuando Él toma siempre la iniciativa, sino una necesidad interior de cada persona y de toda la familia que pide una relación con Dios. En realidad, es una llamada de Dios a estar con Él para poder dar fruto, igualmente como los sarmientos llegan a dar fruto solo si están unidos a la vid (Cf. Jn 15,1-8). Además, a los miembros de la familia se les puede aplicar bien las siguientes palabras de Jesús: «si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos» (Mt, 18,19), porque la oración individual de los miembros se transforma en una potente oración comunitaria.
El fruto de la oración más importante para la familia es el de «hacer crecer el amor» entre ellos (Amoris laetitia N° 29). La confianza orante de los esposos y, junto a ellos, la de los otros miembros que deciden poner su confianza en Dios, da la máxima seguridad de que el amor de la pareja no naufragará porque, como dice san Juan Pablo II en la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae N° 41: «la familia que reza unida, permanece unida». Además, la práctica de que los padres se acostumbren a rezar juntos, ayudará en un futuro, porque les será más fácil rezar con los hijos.
Gracias a la oración, la familia descubre mejor su propia subjetividad ya que, como lo afirma San Juan Pablo II, en el número 4 de su Carta a las familias, ésta «encuentra precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida cuando sus miembros invocan juntos: “Padre nuestro”. La oración refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la “fuerza” de Dios». Por otro lado, el poder de la oración no se queda en la familia como comunidad, sino que también da frutos a nivel personal e interior en cada miembro. Quien ora es atraído, poco a poco, hacia un mundo mejor pues es llamado por Dios para transformar su mirada hasta considerar a los otros y las cosas de manera diversa, más divina y, al mismo tiempo, más humana; prepara una conversión del corazón, un “dejarse trabajar por Dios”, un momento privilegiado para permitir que el Señor penetre en nuestro corazón y lo haga capaz de amar.
Domingo 6 de agosto de 2023.