P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
La oración nos da, ante todo, la oportunidad de establecer una relación personal con Dios por lo que, cuando es auténtica, no hay peligro de que se convierta en un simple monólogo y, esto por supuesto, se da también en la familia que se quiere comunicar con el Señor. Es menester, por tanto, que se favorezca la actitud de escucha como la del pequeño Samuel que repetía: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3,10) y no al contrario: «escucha, Señor, que tu siervo habla». La oración es una experiencia de búsqueda de la voluntad de Dios; es una experiencia con el fuego, como la de Moisés: «El Señor se le apareció en una llamarada entre la zarza y él se fijó que ésta ardía sin consumirse» (Ex 3,1-6). La oración es una lucha y un riesgo que me cambiará porque, es un hecho que toda auténtica oración transforma al hombre y lo convierte, lo prepara a conocer lo que Dios quiere de él (Gen 32, 26-33).
La oración es un descanso de mis preocupaciones: «Jesus les dijo: vengan ustedes solos a un sitio tranquilo y descansen un poco» (Mc 6,31). Orar es tener una sola ocupación y creer que el Señor Jesús quiere y puede ser el centro de mi vida: «El Señor le dijo: Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas: sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor, y esa no se le quitará»(Lc 10, 38-42). 0rar es, ante todo, reconocer que no sabemos orar: «Una vez estaba Jesús estaba orando en cierto lugar; al terminar, uno de los discípulos le pidió, Señor, enséñanos una oración» (Lc 11,1; Rom 8,26). Orar es permitir que Dios me hable y, por lo tanto, el primer paso que debo de dar, es un paso de fe. Debo convencerme de que estoy delante de Alguien, o más bien, que Dios está en mí y que yo, simple creatura, debo convencerme que «Dios es espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y verdad»(Jn 4,23-24).
Cuando oro, siento que estoy en presencia de Alguien que siempre me escucha y que desea comunicarse conmigo: «Jesus levantó los ojos a lo alto y dijo: Gracias, Padre, por haberme escuchado. Yo sé que siempre me escuchas». (Jn 11,41-42). Significa darme cuenta de que soy privilegiado cuando lo escucho porque orar no es otra cosa que escuchar su Palabra: «Jesus repuso: ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen!». (Lc 11,28; 7, 40; 1 Sam. 3,1-10; 1 Re 3,9).
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Es dejarme cortar por «la palabra de Dios que es viva y eficaz, más tajante que una espada de dos filos, penetra hasta la unión de alma y espíritu, juzga sentimientos y pensamientos» (Heb. 4,12-13). Orar es un proceso en el cual mi ruido se hace silencio; el silencio se transforma en Palabra, y la Palabra en vida y amor.
De ahí la necesidad del silencio, que consiste, sobre todo, en la capacidad de escuchar en una atmósfera apacible de paz interior. Propiciar un ambiente alejado de la frivolidad y la superficialidad en la que las redes sociales insisten que caigamos porque son producto de una sociedad líquida a la que conviene que no pensemos por nuestra cuenta, que no seamos capaces de rechazar lo que nos aleja de ser y que nos hace caer en una mundanidad maligna que favorece y propicia el ambiente para que espíritu del mal haga de las suyas. Orar es no hablar mucho: «Cuando recen, no sean palabreros corno los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán más caso» (Mt 6,5-8). Orar no consiste en hacer oraciones, sino en SER oración y esto no es otra cosa sino adherirme a Jesús, el Señor, permitir que sus criterios vayan siendo mis criterios; que su vida se transforme en mi vida. La oración debe ser «insistente, noche y día y continua» y esto nos prepara a vivir con otra actitud, con mayor fe, esperanza y caridad y creer lo que nos dice San Pablo: «Esten siempre alegres, oren constantemente, den gracias en toda circunstancia, porque esto quiere Dios de ustedes como cristianos» (I Tes 5,17;3,10; Lc 18,1).
Lo que es realmente importante, mucho más que la cantidad de lo que se reza, es cómo se reza y si en la oración hay disposición de escucharlo. Dios pide escucha porque Él quiere hablar a sus hijos, como lo manifiesta a Abrahám (cf. Gen 12,1-3;17,1-21; etc.), a Moisés (Ex 3,4-22; 12,1-20; etc.), a los profetas y mediante estos, también habla al pueblo (cf. Jr 1,5-19; Is 6,3-13; etc.), el arcángel Gabriel habla a María (cf. Lc 1,26-38), y, en Jesús, Dios mismo se hace Palabra (cf. Jn 1,14) para hablar con todas las personas, hasta con los más pecadores (cf. Jn 8,1-11). Él quiere hablar, pero para escucharlo es imprescindible orar y hacer silencio, porque Él no pasa como un «huracán violento» ni como un «terremoto» ni como «fuego», sino como «el susurro de una brisa suave» (1Re 19,13).
Domingo 13 de agosto de 2023