“El hombre del rifle”
Rondaba la década de los cuarentas, casi mitad del siglo anterior, Michoacán, como el territorio nacional, se cimbró ante el paso trágico de los trabajadores sanitarios, los hombres del rifle que, cumpliendo órdenes superiores emanadas de acuerdos internacionales, acababan con cuanto ganado bovino encontraban al paso. ¿El pretexto?, uno solo, ´´la fiebre aftosa´´.
Uno de aquéllos, médico veterinario en ciernes, cabalgaba la noche a lomo de caballo, en torrencial aguacero que no le dejaba sitio dérmico seco, por más que cubría su espalda con una manga de hule, y su cabeza por un verdadero surtidor más que sombrero, que le chorreaba agua helada por todos lados.
Noche oscura, cansancio y hambre acumulados, casi vencida su resistencia, por azares más que por conocimiento, acertó a pasar por el rancho de Santiaguito, kilómetros más, kilómetros menos, en la cercanía del pueblo de Sahuayo (tierra del pintor Luis Sahagún), cabecera municipal.
Casi a tientas, por la pesada neblina que reinaba, se acercó a los portalones periféricos del caserío central, que en ese entonces conservaban la plenitud de su bella arquitectura colonial, y guiado más por el concierto canino que produjo su presencia de ser extraño, acomodó su catre en el pasillo del soportal y pretendió dormir, cuando de repente, alumbrado a duras penas por una linterna de baterías, apareció Remigio, el tierracalenteño cuidador de Santiaguito, acompañado por su jauría.
─ ¿Quén andai? –gritó el Remigio al tiempo que engatilló su escopeta de chispa-. Contéstinme o disparo.
─ No, no por favor, no dispare. Soy yo, el doctor Benjamín Martínez –contestó el aterido y entelerido médico brigadista-. Soy de las brigadas de sanidad.
─ Arrímesia la luz, pa que yo lo pueda destenguir, ques que con estoscuridá apenas si lo deviso.
El médico se levantó del camastro y jaló el lazo de su caballo para acercar también a la bestia al portalón.
─ Dispense la molestia –le dijo-. Voy a Sahuayo, pero ya no pude seguir por la lluvia y el cansancio. ¿Podría darme posada? Le aseguro que mañana tempranito, antes de lamanezca estaré ya en mi rumbo.
─ Pos la mera verdá mi amigo, ai estesi ajuerita; sépasi quel patrón Donemilio nostá –contestó Remigio frotándose la nuca-. Asegún dicen las viejas, tuvuquir a Guadalajara; en un derrepenti llega y loincuentra, y pos, es muy enojón y sencabrona. Él nuncavisa ni pa salir ni pa llegar, asina que aiestesi ajuerita como bien le digo y procuri no menearse muncho.
Benjamín se tranquilizó y volviéndose a acomodar en su catre, reanudó su interrumpido sueño.
Apenas unos minutos de sonoros ronquidos y se repitió el concierto perruno, ladridos esta vez en tonos alegres, pues don Emilio, el amo de Santiaguito llegaba a su rancho, igualmente, como en todas las anochecidas, a lomo de Diablo, su caballo preferido.
La niebla seguía muy densa, la lluvia había amainado, pero la mirada aguda de don Emilio, acostumbrada a sus propios terrenos, distinguió, aunque con dificultad, el bulto que hacía el catre en el portalón, de manera que…
─ ¡Remigio! ¡Remigio! ¿Ónde aaandas cabrón? –gritó desmedidamente al notar al hombre tendido en su catre–. ¿Me dirás cabrón quién hijoeputa es el fulaaaano questá echado aquí?
Presuroso, el Remigio llegó al portal. Con voz apenas audible por el temor a la consabida regañada.
─ ¡Mande patrón!
En tanto Benjamín despertaba asustado y se ponía de pie rápidamente.
─ ¿Qué jijos pasa aquí?, ¿quién es usté? –cuestionó el vozarrón del patrón.
─ Es el dotor de las brigadas del rifle, patrón.
─ Soy Benjamín Martínez señor; oficial y médico sanitarista
Contestaron casi al unísono los dos cuestionados.
─ ¡¿E la campañaaa, dice? ¿De esos que dizque nos andan ayudando pa etener la fiebre esa e las vacas? Ah qué cabrón Remigio hijoepuuuta; tovía no aprendes el trato que debe darse a los amigos que nos hacen favoores. Como quien dice, a la gente fiiiina Remigio.
El patrón hablaba y hablaba y no dejaba de ver analíticamente al médico, que con todo y la empapada no perdía su prestancia y figura.
─ Pos al nostar usté patrón –Remigio se defendía.
─ Ha de dispensar el traaato, doctor. Pero eso orita mismo lo resolveeemos. Y bueno, ¿acaso le dieron algo de cena, tú Remiiigio?
─ Tammpppoco liofrecí patrón –respondió el mozo tímidamente.
─ No se fije señor. El cansancio y la noche. A estas horas, mejor favor no me pudo hacer. No me gusta molestar –agregó Benjamín.
─ ¡Aaah que mi gente tan deshilachada! Pero esto ahorita lo resolvemos. Anda Remigio y párate a las viejas que cocinen algo pal médico. ¡Faltaaaaaba más!
─ Por lo que toca a mí, señor, así está bien.
─ ¡Ningunstabien amigo! Este rancho mío tiene fama de tratar bien a tooo mundo. ¿Digo bien? ¡No señor! Mucho más que eeso, muy bien, siempre muy bien. En mi rancho señor, la norma ha sido siempre el buen trato. ¡E la norma puees!
Caminaron hacia la cocina que en segundos se encendió a la luz de aparatos de petróleo y quinqués. Así iluminada, el médico pudo observar cocina y patrón: éste, don Emilio, el señor amo, alto, güero, ojiverde y fornido, bigote abundante desparramándose sobre el labio inferior, ojos claros, rasgos faciales fuertes y enérgicos. La cocina, ¡chulada de cocina colonial!, ollas y cazuelas grandes e inmensas colocadas aquí y allá, ora de adorno, ora en operación; armarios de madera fina preñados de joyas de cerámica, vidrio soplado y barro; las paredes mostrando jarros y ollas pequeñas y multicolores alineados en figuras caprichosas y armónicas; el brasero, armado en tabique y cubierto de mosaicos y azulejos artesanales; y en el extremo de aquel conjunto, la mesa grande, amplia, vestida con manteles en deshilados y frivolité, con sus sillas igualmente amplias, piezas únicas de colección. Aquel par de esencias, hombre y cocina, poseían características poco comunes: él, su figura recia y su dejo al hablar, alargando algunas letras o cortando otras en agradable lentitud y vaivén; ella, objetos variados concebidos como porciones acumuladas de Michoacán y Jalisco, y acumuladas en suma de tiempos y cuidados.
Benjamín impresionado, se deshacía en elogios frente a don Emilio, no sólo sobre la cocina y tiliches, sino sobre el amable trato que le dispensaba, la riquísima y variada cena y más que nada, la diligencia mostrada por las mujeres en servicio.
Después de la cena, el cafecito de Uruapan; después del cafecito, la copita de licor de guanabana del merito Ucareo; y para terminar, el mezcal de Chamacuero, en tanto la plática versaba sobre varios tópicos…
─ ¿Y su mujer, señor Emilio?─ ¿Se refiere a alguna mi eñora, médico? ¡Ninguna mujer!, ¡méeedico, ninguuunaa pues! Mi padre bien e lo decíaaa, ¡mujer mala matarla o dejarla pues! Como icen los dichos y dicen bien, el bueeey sooolo bien se laaame, o más vale solo que maal acompañado.
Una larga bostezada del médico y don Emilio pareció apresurar los momentos.
─ Justo es el descanso amigo; yastaaa avanzada la mañaaana. Por la levantada no se apuuure; sígase con toa confianza hasta que bien se recupeeeere. Lora queusté deciida esss la buena pues.
─ Gracias señor. Sus atenciones han sido de primera. No sabe usted como…
Emilio cortó la conversación. No era partidario de agradecimientos ni adulaciones.
─ ¡Sellueee la casa mi amigo! ¡sellueee la casa! Aquí me tendrá iempre bien dispuesto a servirle pueeees.
Y Benjamín Martínez se murió más que durmió de un tirón su ración de sueño, al envolverse en aquellas suavidades talámicas de almohadas, sábanas, cobijas y colchón… y Benjamín Martínez resucitó más que despertó bien entrado el día, sol más allá del cenit, mugidos de bovinos, concierto canino interminable y algarabía de pollos, gallos y gallinas en patios y corrales, en un ambiente fresco y muy agradable después del cese definitivo de aquel barruntoso aguacero.
Después del baño, jovial, alegre y cantador buscó a don Emilio…
─ Buen día méeeedico, buen día, ¿cóoomo le amaneció? –don Emilio adelantó el saludo-. ¡Qué manera de dormir!
─ Mejor diría yo señor, ¡qué manera de atender!
─ ¡Selloela caaaasa! Como bien le he dicho ¡selloela caaaasa! Buen traaato. Buena ceeena. Buena caaama, y más que eeeso, buena cooompanía… este, ¿a gusto mi amigo Beeenja?
─ ¡Totalmente!, si no fuera porque hay algo que, la verdad, me da pena hasta decírselo, no me puedo explicar…
─ ¡Que que quéee doctor! Alguna queja pues’n. Faltaba máaaas, sea franco pues´n.
─ Señor, verá usted… lo del cansancio, me lo explico, la jornada, la caminata, usted sabe, todo eso está claro, tiene explicación. Después de la cena un sueño profundo, como de golpe en mi cabeza, como anestesia de operación…
El viejo apuró al veterinario.
─ ¡Siga! ¡siga! Sin ninguna hijaepuuuta peeeena.
─ La cena… –titubeó-. Claro, la cena abundante y sabrosa… me tuvo que caer de peso. Luego el licor… el mezcalito… acabó por rematarme. Me perdí en ese sueño profundo, dormí de un hilo, como narcotizado… pero…, la verdad no le hallo… hay algo que no encaja…
─ ¡Explíquese amigo! Dígalo con toda confianza pues´n; estaes su caaasa.
─Pos la verdad –Benjamín soltó como vomitada un alud de palabras-. La dormida está explicada. Lo que si no le hallo, es que es que siento una molestia muy rara acá atrás entre las nalgas. Me siento molido, golpeado, ¡de plano señor!, ¡¡como si alguien me hubiera dado una tremenda, digo, cog… ¡usted me entiende, verdad!
─ ¡Ahhh! ¿Se trata deeso? Deeeso no sse preocuupe amigo –contestóvaquetón, socarrón y franco el viejo-. Después atusando su abultado bigote con ambas manos, remató: ¡selluee la caaaasa! ¡Bien que selo dije, selluee la caaasa! ¡Faltaba más pues! ¡Me tomé la pequeña libertáaa…!