P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Los esposos son llamados a vivir juntos su vida espiritual, es decir, no descuidar la parte más íntima de sus vidas, para descubrir una nueva forma de comunión, ciertamente más profunda que su intimidad física. De esta forma, la espiritualidad conyugal y familiar resulta ser una manifestaciòn espiritual de «comparticipación» o «condivisión» entre los esposos y los otros miembros del núcleo familiar. El ideal sería no escatimar ningún tipo de esfuerzos para compartir la vida desde una una espiritualidad que se respira tanto a nivel interior, desde lo que cada cónyuge es, y a nivel exterior desde lo que cada uno de ellos hace, según su vocación personal. Se trata de una “comunión” nueva y original que está asegurada a la familia cristiana por su ser “Iglesia doméstica”. Es evidente que esta espiritualidad conyugal no substituye o niega la espiritualidad individual de cada esposo, es más, una verdadera relación de amor puede ayudar a desarrollar la propia espiritualidad individual.
Estoy haciendo referencia a una tarea que no debe ser nunca descuidada, mucho menos olvidada, sino se debe buscar que los esposos lleguen a un momento en el que, según el Santo Padre, su amor conyugal «alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede ocupar el centro de su vida. Al mismo tiempo, el principio de realismo espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie completamente sus necesidades. Es preciso que el camino espiritual de cada uno —como bien indicaba Dietrich Bonhoeffer— le ayude a “desilusionarse” del otro, a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia (Amoris laetitia, n. 320)»
La espiritualidad conyugal, que fortalece las raíces de la relación de la pareja, nace en el mismo momento de la celebración del sacramento del matrimonio, por la potencia que tiene de crear una nueva realidad. Ahora bien, es una espiritualidad conyugal que siempre está en crecimiento, pues el crecimiento espiritual de cada uno es, como su crecimiento humano y afectivo, es decir, progresivo, que necesita tiempo, esfuerzo personal y la gracia de Dios para desarrollarse. Aunque algunas parejas pueden intuir, ya durante el noviazgo, esta espiritualidad, existen otras que llegan a tomar conciencia de su espiritualidad años después de la boda. A pesar de que la comprensión de la propia espiritualidad es, también, un camino que se recorre a lo largo de la vida, es importante profundizar en ella para vivirla con el máximo sentido posible. Es un hecho realmente triste que existen muchos casos de vidas conyugales cristianas que no han sido propiamente objeto de una elección vocacional o que, por efectos de una sociedad sin valores o, ingerencia de personas inmorales y sin escrúpulos, entran en períodos de crisis que terminan en la separación o el divorcio.
Ahora bien, cuando menciono una vida matrimonial desde una espiritualidad conyugal, no quiero decir una vida llena de rezos o ritos vacíos y sin contenido. La espiritualidad conyugal que favorece la santidad de los esposos, no se experimenta en hechos extraordinarios y grandes, sino, fundamentalmente, en las pequeñas cosas del día a día, por esto ni el trabajo ni las tareas de los esposos, ni todo lo que hace referencia a los hijos, como tampoco «las preocupaciones familiares no deben ser algo ajeno “a su estilo de vida espiritual”» (Amoris laetitia, n. 313). De este modo, la espiritualidad familiar se desarrolla en medio de las realidades que tienen lugar en la existencia conyugal. Es más, los esposos, siguiendo su propia vida, son llamados a santificar estas realidades específicas mediante la ayuda de la gracia del sacramento. Todo esto hace posible que se ayuden «mutuamente a santificarse en la vida conyugal» (Lumen gentium, n. 11), ya que ellos mismos «son mutuamente para sí, para sus hijos y para los restantes familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe» (Apostolicam actuositatem, n. 11). La espiritualidad se encarna en la comunión familiar (Amoris laetitia, n. 316) porque «está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. (…) En definitiva, la espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino» (Amoris laetitia, n. 315).
Domingo 10 de septiembre de 2023.