P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
El fortalecimiento de dictaduras en América Latina y las estrambóticas acciones de algunos políticos mexicanos que intentan emularlas, nos plantea una disyuntiva: ¿Debemos resignarnos a que el mal y la mentira venzan siempre? ¿Cómo reaccionar ante el hecho de que personas arrogantes y sin escrúpulos se sientan siempre satisfechas? ¿Vale la pena aferrarnos a una conducta recta y sustentada en la fe y los valores fundamentales civiles y democráticos que nos han heredado nuestros mayores? Si queremos encontrar respuestas no podemos menos que aumentar la certeza de que, como cristianos, debemos reaccionar y no permitir que el mal siga ganando terreno con la convicción de que concluirá algún día. Este tiempo de crisis y confusión representa una invitación a fortalecer la esperanza aun cuando todo parezca estar en nuestra contra. Una resignación sin Cristo es destructiva, arruina el deseo de seguir luchando; es caer en la trampa del demonio que nos arrebata la alegría y, por lo tanto, la fe en que Dios tiene y tendrá siempre la última palabra, a pesar del poder, la maldad, la mentira y la manipulación que se han enseñoreado de este mundo.
La estrategia del mal tiende a desalentarnos y dejarnos vencer por la fuerza de quienes hacen daño y obstaculizan nuestro deseo de vivir mejor. Al mal le conviene favorecer en nosotros una resignación enfermiza que anula los sueños y desprecia toda oportunidad. Robustece el sentimiento de inutilidad y fracaso; nos empuja a contentarnos con una vida vivida a medias, con una tendencia a la mediocridad y a instalarnos en la amargura y la queja continuas. El mal espíritu nos conduce a exagerar los problemas, los límites, los defectos e inconsistencias de modo tal que no queramos ya ni esperar, ni confiar, ni luchar… Profundiza la idea de que no vale la pena actuar porque todo ha sido ya decidido y nada puede cambiar. La resignación malévola de quien nos quiere esclavos y prisioneros de falsas promesas; fortalece la idea de que seremos incapaces de superar las pruebas e impide que nos abramos a la fe y la confianza en que su amor es más grande que las dificultades, aunque algunos insistan en la reproducción en serie de marionetas sin criterio.
La resignación negativa nos empuja a ser espectadores pasivos y sin deseos de cambiar lo que otros han decidido, envalentonados en su conducta perversa, confiados en que aceptaremos todo sin cuestionar nada, habituándonos a la manipulación y al conformismo. Quedamos reducidos a contemplar nuestra decadencia como víctimas inconformes, sí, pero sin el coraje de frenar la inercia del hastío. Es fácil olvidar que, en el Evangelio, Jesús nos enseña a enfrentar los problemas, no a ignorarlos; nos anima a reaccionar con energía denunciando lo que no está de acuerdo con su palabra y sus criterios y a esperar contra toda esperanza a que Él no nos dejará solos aun cuando todo indique lo contrario. Cuando comprendemos los efectos de una resignación enfermiza, podemos reaccionar y dar paso a la esperanza creativa, a esa sensación de que no estamos solos y que el Señor intervendrá cuando y como Él lo juzgue conveniente y oportuno, siempre por nuestro bien. No es necesario que sepamos todas las respuestas a nuestras dudas; tampoco que tengamos las recetas que nos ayudarán en las dificultades, penas y contradicciones.
La Encarnación del Hijo de Dios, en un mundo caótico y conflictivo, debe entusiasmarnos para creer que el amor y la esperanza en el Señor que actúa, se arraigan cuando suponemos que todo está perdido y que ya nada podemos hacer. La esperanza se fortalece cuando nuestras fuerzas han venido a menos. El amor crece cuando se demuestra más en las obras y menos en las palabras; cuando, a pesar de nuestra debilidad, nos damos con generosidad a quienes se fían de nosotros y perseveran en nuestra compañía. La esperanza se hace cada vez más grande cuando damos oportunidad a que nuestro desierto se transforme en un jardín que invita al reposo y la serenidad que vienen después de actuar en conciencia y transformar todo lo que debe cambiar. La esperanza en Dios es una representación en pequeño de lo que será, un día, estar junto a Dios y contemplarlo por toda una eternidad. Porque, como afirma Ermes Ronchi: «Dicen los rabinos que el Mar Rojo se abrió cuando el primer israelita puso sus pies dentro de él, no cuando vieron el mar abierto, la arena seca y entonces avanzaron confiadamente. Poco a poco, en una extraña mezcla de fe, esperanza e inconciencia, pusieron los pies en el agua, el mar se abrió para ellos y les enseñó el camino.
Los llamaba el futuro del mar no el mar presente. Lo imposible que se vuelve posible. Nada es imposible para Dios, le dijo el ángel Gabriel a María. Los ángeles son enviados para esto, para decirnos que lo imposible se ha hecho posible. Es posible que el Verbo Eterno se haga niño y tenga hambre y beba leche y llore como un recién nacido; es posible que tenga deseos de ser abrazado y besado por María, su Madre. Es posible que su carne de Dios haya sido clavada en un madero. Es posible que Pablo, el perseguidor, se convierta en el más grande difusor del Evangelio. Es posible que Lázaro oiga la voz de su amigo desde el fondo de una tumba oscura y maloliente y se reencuentre con Él y sus hermanas. Es posible que en la prostituta se despierte la dignidad de la mujer. Es posible amar los enemigos y no asesinarlos. ¡Es posible! La esperanza en el futuro es la fe en la posibilidad de lo imposible y esto y sólo esto es causa de nuestra felicidad».
Domingo 24 de septiembre de 2023.