P. Jaime Emilio González Magaña, S. J.
No creo exagerar si afirmo que la depresión es la enfermedad más común de nuestro tiempo y, tal vez, más grave que el nefasto coronavirus que tantos estragos sigue causando por doquier. El problema de la depresión y la angustia se presenta en los adultos, hombres y mujeres y, muy desafortunadamente también en los jóvenes. Y claro está, los sacerdotes, religiosas y seminaristas no estamos exentos de este mal tan común en una sociedad como la nuestra. Ante esta realidad, confirmada por científicos, sacerdotes, psicólogos y psiquiatras, me parece urgente que no cerremos los ojos ante la situación y tratemos de reflexionar sobre lo que está ocasionando este fenómeno. Nunca como ahora estamos llamados a tener especial cuidado de quienes más sufren, y en concreto con quienes se sienten deprimidos y angustiados. Más aún, creo que todos, independientemente de cuál será nuestra vocación personal, deberíamos dedicar una buena parte de nuestro tiempo a este servicio tan urgente.
La depresión y la angustia están en estrecha relación con el sentido de la vida que cada uno tenga. Puede llevarnos a vivir momentos intensos de un sufrimiento tal que sentimos que nuestro ser se desintegra, que nuestro pasado no ha tenido ninguna razón de ser y que nuestro futuro está completamente vacío de sentido. Se pierden los deseos de comer, se deja de dormir y, en muchos casos, se tiene la sensación de que la vida no tiene sentido. Las intenciones y proyectos, las personas y relaciones que antes eran significativos dejan de ser importantes. Lo mismo sucede con aquellas ideas o creencias que en otros momentos habían dado consistencia a nuestras opciones. Las crisis depresivas o angustiosas se presentan tanto a nivel familiar como laboral, en los estudios, en el noviazgo y no respetan ni a ricos ni a pobres, hombres o mujeres. Especialmente difíciles son aquéllas que viven los hijos ante los estragos de la separación o el divorcio de sus padres.
En una Conferencia Internacional que organizó el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud, el 14 de noviembre de 2003, Su Santidad Juan Pablo II afirmaba que «la difusión de los estados depresivos ha llegado a ser preocupante. En esos estados se revelan fragilidades humanas, psicológicas y espirituales que, al menos en parte, son inducidas por la sociedad que insiste en comunicar estereotipos falsos y personalidades sin una identidad clara ya que favorece la manipulación y el engaño. Es importante tomar conciencia de las repercusiones que tienen en las personas los mensajes transmitidos por los medios de comunicación social, que exaltan el consumismo, la satisfacción inmediata de los deseos y la carrera hacia un bienestar material cada vez mayor». Es un hecho grave que, a veinte años de distancia, constatemos que la situación no sólo no ha mejorado, sino que es mucho más grave en nuestros días. Los estados depresivos se pueden presentar desde el abandono de la pareja, la muerte de una persona querida, un fracaso laboral, hasta cuando no se acepta el propio cuerpo porque no coincide con los cánones que una sociedad hedonista y consumista presenta como un modelo de belleza o un estado de bienestar social y económico.
Como lo afirmó entonces San Juan Pablo II, la depresión es siempre una prueba espiritual por lo que no podemos, ni debemos cerrar los ojos a esta cruel y dolorosa realidad. La salida más fácil sería pensar que la persona que sufre la depresión, o exagera o quiere ser el centro de atención, pero, muchas veces, cuando se quiere hacer algo, ya es muy tarde. El Papa nos recordaba que «el papel de los que cuidan de la persona deprimida, y no tienen una tarea terapéutica específica, consiste sobre todo en ayudarle a recuperar la estima de sí misma, la confianza en sus capacidades, el interés por el futuro y el deseo de vivir. Por eso, es importante tender la mano a los enfermos, ayudarles a percibir la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad de fe y de vida donde puedan sentirse acogidos, comprendidos, sostenidos, en una palabra, dignos de amar y de ser amados. Para ellos, como para cualquier otro, contemplar a Cristo y dejarse «mirar» por él es una experiencia que los abre a la esperanza y los impulsa a elegir la vida (cf. Dt 30, 19)».
Domingo 22 de octubre de 2023.