P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Un día como hoy, hace treinta y cinco años, fui ordenado sacerdote en la Compañía de Jesús. Fechas como ésta no pueden pasar desapercibidas y me obligan a hacer un alto y discernir el modo como he vivido lo que prometí entonces antes mi gran amigo, el Señor Obispo José Pablo Rovalo Azcué, S. M., el provincial jesuita de entonces Carlos Vigil Ávalos, S. I., mi madre, quien, con las palabras de su bendición, me dio un programa de vida que no podré olvidar jamás. Lo mismo hicieron mis hermanos, mi familia más cercana y mis amigos muy queridos. Sé que hay muchas cosas que deben permanecer en el sagrario y profundidad de mi conciencia y de ellas debo dar cuenta a Dios. Pero hay otras que me hace bien compartir pues representan una forma de manifestar lo que soy y lo que pienso y con ello, permitir ser corregido y ser fiel, hasta el último suspiro.
Por ese entonces, cuando pasaba por un momento de prueba especialmente difícil, descubrí la canción “Honrar la vida”, que la cantautora argentina Eladia Blázquez escribió en 1980. Ese bellísimo tema me sigue inspirando cuando sé que debo tomar una posición frente a la conciencia y la virtud y la lucha por la verdad, la dignidad y la libertad pues hay que tener el valor de afrontar verdades nada fáciles como cuando afirma que «merecer la vida no es callar y consentir tantas injusticias repetidas» o que «eso de durar y transcurrir no nos da derecho a presumir, porque no es lo mismo que vivir, honrar la vida». En nuestros días, nos da mucho miedo hablar del honor y de honrar lo que creemos, lo que somos y las decisiones que nos permiten ser congruentes con ello. El honor, que tendría que estar a la base de lo que se enseña en la escuela y en la sociedad, nos debería fortalecer para aspirar a que la moral de nuestra especie se reflejara en nuestras decisiones y acciones hoy y siempre.
El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define el honor como la «cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo». En la base del honor hay una serie de sentimientos morales que deberían normar nuestra vida como ciudadanos y, obviamente, como cristianos. Uno de ellos es la vergüenza, que tendría que provocarnos un malestar ante lo inferior e indigno como la impunidad y la corrupción que siguen generando una violencia cada vez más cruel. Otro, es el sentimiento de compasión ante el dolor de tantos que siguen buscando a sus familiares, seguramente asesinados por los narco-delincuentes, en muchos casos, con la complicidad de quienes ostentan el poder. Es digno de envidiar su esperanza de poder, al menos, darles una sepultura digna. Una expresión -muy devaluada-, es tener el coraje de confesar la fe como un sentimiento de amor y reverencia, de admiración y fidelidad hacia Dios, infinitamente superior que trasciende y da sentido a que una conducta sea honorable.
Sin embargo, vivir desde el honor no está de moda porque estamos siendo adoctrinados a «tantas maneras de no ser, tanta conciencia sin saber adormecida. Merecer la vida no es callar y consentir y preferimos callar y consentir tantas injusticias repetidas». Pues, como afirma David Cerdá: «El miedo es una emoción; la cobardía, en cambio, es un comportamiento. La experiencia nos dice que las personas buenas son fundamentalmente personas valientes, y que la valentía, al ser un comportamiento, puede enseñarse y uno puede elegir hacerse valiente. En la valentía, como explicó Aristóteles, debe haber una orientación al bien: un terrorista suicida no es un valiente, sino un descerebrado y un cobarde. Ser valiente implica abandonar posturas pacatas respecto a la violencia, que no siempre es nociva. Creo que si hoy el bullying es un problema enorme y hay manadas y otras jaurías inhumanas no es solo porque ahora se denuncie y antes no se hiciese, sino porque hay más cobardes que nunca».
Domingo 29 de octubre de 2023.