P. Jaime Emilio González Magaña, S. J.
Con no poca tristeza, he escuchado con frecuencia los comentarios de algunas personas que dicen que la Iglesia da mucha importancia al pecado en este tiempo en el que parece que todo es posible, que podemos hacer lo que nos venga en gana porque todo forma parte de nuestros derechos y de los así llamados “logros sociales y culturales”. ¿Es esto cierto? ¿Qué sentido tiene hablar hoy del pecado? ¿Todavía existe el pecado? ¿Cómo se puede hablar de conversión cuando parece que nadie la desea o, al menos, pocos la buscan? En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola insiste en que repitamos una oración simple pero profunda que afirma la necesidad de “pedir lo que quiero”. El pecado y las afecciones desordenadas no pueden ser conocidos única y exclusivamente desde la sola razón. Es imprescindible pedir la luz del Espíritu Santo de Dios para llegar al “conocimiento interno” de mis pecados y de todo aquello que me separa de Dios y de mis hermanos.
Aun con el riesgo de ser llamado “tradicionalista”, desde mi punto de vista -ahora más que nunca-, cuando se está perdiendo en nuestra sociedad el sentido de pecado, es cuando debemos darle una verdadera importancia a una meditación personal de todo aquello que va contra Dios, Nuestro Señor y su Reino. Aquellos que opinan que no tiene ya ningún sentido hablar de pecado muy probablemente no se acaban de dar cuenta que por él vivimos en un mundo donde nos afanamos por vivir de la imagen, el poder, la fama o el prestigio. Donde el consumismo es más fuerte que la solidaridad, la caridad fraterna, la compasión. Donde la mentira ha sustituido la honestidad y se ha enseñoreado la impunidad y la corrupción. Muchos no han asumido que no cambiará en nuestro mundo ninguna situación de injusticia, violencia, desesperanza y odio si no cambiamos nosotros, si no desenmascaramos el mal que nos hace sufrir y hace daño a los demás.
Meditar “mi” y “nuestro” pecado exige una fuerte dosis de valentía y decisión para llegar a fondo y penetrar ahí donde no es fácil reconocer que hemos fallado, que hemos hecho daño. Es necesario pedir insistentemente la luz del Señor que nos permita llegar a la verdadera raíz, al centro, al núcleo de lo que provoca el mal en mí, en nosotros y en nuestro entorno. Y, una vez reconocido, pedir la fuerza para erradicarlo definitivamente. Y esto sólo se obtiene con la gracia de Dios que es la que impide caer en una reflexión egoísta en donde el centro sea un yo individualista, auto referencial para quien lo único que importa son los propios intereses y una comodidad que rechaza todo tipo de sacrificio. Necesitamos una oración humilde para pedir el conocimiento interno del pecado; una súplica que me “descentre” de mí y me “centre” únicamente en el Señor Jesús, en su proyecto de vida, en su misión, en Dios, nuestro Padre y en su amor por nosotros, especialmente por los más necesitados, por quienes más sufren, lloran o se sienten abandonados y sin esperanza.
San Ignacio de Loyola nos invita a que no hagamos una mera reflexión sobre un “yo” en un plan meramente individualista e intimista, ni que sigamos los cánones de esta sociedad líquida para la que no existen las necesidades de los demás. No se trata de hacer una lista de “pecados”, una constatación de esos hechos que casi siempre son evidentes por los efectos del mal que hago y que repercuten tanto en lo personal como en lo comunitario. Es cuestión de situarme delante de Dios el Señor y sentir cómo me mira, con una mirada cariñosa, llena de ternura y compasión… Cómo me anima a reconocer incluso aquello que no me es agradable, que me repugna, que me hace y hace daño. Porque así es precisamente mi pecado, algo que oculto, que me llena de vergüenza, que “apesta” y que generalmente son los demás quienes lo notan y yo soy el último en reconocerlo. Conocer y aceptar mi pecado y después dejarme llevar por el amor de Dios que verdaderamente me convertirá a Él.
Si hoy quisiera, si estuviera verdaderamente dispuesto a un cambio en mi vida personal, mi familia, trabajo o misión, me dejaría “tocar” por Dios. Gozaría con esa mirada infinitamente misericordiosa y, en una oración sincera y sentida, podría asumir que, efectivamente, soy pecador. No se trata de discurrir con una inteligencia que rumia o discute racionalmente. El ambiente de tensión y confusión y aun el ruido altisonante de las campañas de los políticos, expertos en manipular y engañar, podría ser una magnífica oportunidad para anhelar su luz, “pedir” lo que “quiero” y en esos dos verbos juntar la acción de Dios y la mía. Tal vez sea un buen momento de que –al menos por una vez-, vea, escuche, sienta en donde está la raíz de mi pecado y, después, experimentar la mirada de Dios que me impulsa y anima a dar lo mejor de mí para hacerlo presente sólo a Él, en todo lo que soy, en todo lo que hago y así, volver a Él mi mirada y comenzar de nuevo.
Domingo 15 de octubre de 2023.