Quienes no quieren pelearse con López Obrador y sus seguidores se han esforzado en encontrar algunas cosas positivas.
Hemos entrado al último año de la presidencia de López Obrador. Aunque formalmente no cumplirá seis, sino cinco años y 10 meses, informalmente habrá sido el centro del poder por al menos seis años y un mes cuando se retire del Palacio. Ignoro si después seguirá mandando, o al menos lo intentará, o si ni siquiera se presentará al evento oficial de cambio de gobierno, para no entregar la banda presidencial a una adversaria. Eso ya lo veremos.
Pero sí habrá gobernado más de seis años, insisto, porque en realidad tuvo el poder desde el 1 de septiembre de 2018, cuando su grupo político en el Congreso tomó posesión con una amplia mayoría, que incluso unos meses después se convirtió en mayoría calificada en la Cámara de Diputados. De hecho, tomó su primera decisión relevante aún siendo Presidente electo: cancelar la construcción del aeropuerto. El anuncio oficial se hizo el 29 de octubre de 2018.
Usted ya conoce mi opinión sobre este gobierno: no encuentro avance en ninguna de las actividades que desarrolla la administración pública en estos cinco años. Es notorio el desastre en salud, educación y seguridad públicas; es evidente el derrumbe en energía, y los elevados costos de la política en el ramo, que para ese último año de López Obrador sumarán cerca de 2 billones de pesos quemados en Pemex, números rojos en CFE, y escasez cada vez más evidente de electricidad.
La destrucción de los órganos autónomos, y su impacto sobre la capacidad de gestión, es también algo que no requiere demasiado esfuerzo ver. Toda la evidencia que tenemos indica que hubo un incremento en la corrupción durante este gobierno (ahí está Segalmex, pero también abundancia de contratos entre amigos, y opacidad creciente).
Quienes no quieren pelearse con López Obrador y sus seguidores se han esforzado en encontrar algunas cosas positivas. Normalmente se refieren al incremento en el salario mínimo y al reparto de dinero a través de las pensiones no contributivas. Lo primero no fue idea de él, sino que se desarrolló en el sexenio de Peña Nieto. En esos años se modificaron abundantes leyes para permitir el alza en el salario mínimo, y se dieron los primeros incrementos. A López Obrador se le puede reconocer que en su gobierno fueron mucho mayores, pero eso todavía no es claro si fue benéfico o no: por un lado, se compactaron las nóminas debido a esos incrementos, que fueron compensados con menores alzas para quienes ganaban más; por otro, la generación de empleo se ha hecho menor en comparación con el crecimiento de la economía. Cada punto de crecimiento económico genera menos empleos que antes.
Sin embargo, no se puede negar que el ingreso promedio de los trabajadores formales es más elevado hoy. Curiosamente, ocurre lo mismo con el ingreso de los informales, algo que habían sugerido que ocurriría: para los informales sería posible negociar mejor. En realidad, el incremento de ingreso de los informales no ocurre en las entidades con mayor desarrollo industrial, sino en otras que parecen tener en común sólo una cosa: el crimen organizado. Si vemos esto en el contexto del trabajo de Hope y Prieto publicado en Science, en el que afirman que ese crimen organizado es uno de los mayores empleadores del país, la evidencia circunstancial coincide.
Lo otro, repartir dinero, se hizo primero a costa de terminar con los mejores programas sociales que habíamos desarrollado en México (como Progresa-Oportunidades). Después, se amplió a costa de la estabilidad fiscal. Porque el mismo López Obrador ha sido claro en ello: sale mejor comprar la voluntad de los pobres.
Por todo lo anterior, espero que efectivamente estemos a menos de un año del fin de este intento de restauración autoritaria. (El Financiero)