Un ministro traiciona su encargo cuando se sale por la puerta de atrás para entregarse al poder, al que sirvió y complació desde la Suprema Corte.
A lo largo de la historia de México hemos tenido muchos, viles y serviles jueces de toga y juzgado, magistrados o ministros que se han rendido al poder económico, o peor, al poder político.
Sometidos, presionados, jueces y ministros han caído bajo la fuerza, el peso y la amenaza del todopoderoso Ejecutivo.
Sucedía casi en automático en los tiempos del omnímodo poder presidencial, en los añorables tiempos –para AMLO– en que el PRI ejercía la más extensa y dominante hegemonía política nacional.
Cambió para bien en México, desde los años 90 y la reforma del presidente Zedillo, en que impulsó y construyó las condiciones para una Corte autónoma, independiente, de acuerdo al sueño constitucional del 17, dirían los muy legos.
Hasta la llegada de este gobierno en que una fuerza retráctil al pasado, ha querido volver al sometimiento y la presión.
Bajo la bandera tramposa de una transformación inexistente –lo que hay es una destrucción palpitante de la democracia mexicana, de sus instituciones autónomas y del traicionado equilibrio de poderes establecido en la misma Constitución–, el Ejecutivo ha atacado, amenazado, perseguido, insultado y denigrado a la Corte y al Poder Judicial en su conjunto.
Si un juez cualquiera emite fallo o sentencia en contra de una disposición gubernamental, el presidente –lo hemos visto– arremete sin pudor y con falacias para denostar al representante del Poder Judicial.
¿Existen jueces corruptos en México? Por supuesto que sí, como en cualquier otra parte del mundo.
El problema es que AMLO utiliza ese argumento concreto y específico, para generalizar en contra de la Judicatura entera y sus integrantes.
En este contexto, Arturo Zaldívar representa un componente débil, de triste memoria, con trayectoria mediana y con sumisión al Poder Ejecutivo.
Un juez, magistrado o ministro debe actuar con total independencia de las muchas presiones que en la sociedad existen –por los poderes fácticos dicen– para inclinar el no tan ciego brazo de la justicia.
Zaldívar, ejemplo de abyección sumisa, ejerció un papel de dilación en asuntos que implicaban votos contra este gobierno.
Su renuncia de estos días, no hace sino desenmascarar la funesta charada en la que pretendía actuar con autonomía.
Milita en el movimiento del presidente, se entrega ciego y feliz a un proyecto de transformación nacional, que tiene millones de seguidores indudablemente, pero también millones de detractores.
Al juez no le corresponde tomar partido, profesar fe o militancia política. Zaldívar lo hizo y actuó en consecuencia.
Temas sensibles que afectan al Poder Judicial, como la batalla por los fideicomisos, cruzan por la sospechosa connivencia del ministro con López Obrador.
Recuerde usted el intento por prolongarlo en el puesto, algo tan escandaloso como ilegal, que finalmente provocó el minúsculo pudor del señor Zaldívar y se retiró.
Lo más grave consiste, más allá de la militancia del personaje, ilegal, inconstitucional y abyecta, en que debilita a la Corte y la vulnera con una nueva designación lopezobradorista.
Zaldívar perdió la brújula, el rol y papel que corresponden a un ministro; perdió la independencia, la distancia que debe guardar con el poder político para ejercer su encargo con absoluto equilibrio.
Vaya forma indigna de concluir una carrera, donde, por cierto, al principio, aparecían votos, propuestas e iniciativas de avanzada. Después, se rindió ante un gobierno que se llama progresista cuando castiga a mujeres, estrangula el sistema de salud, aniquila el sistema educativo y endeuda a la nación como nunca nadie en los últimos 30 años.
¿Esa es la transformación de vanguardia?
¡Qué vergüenza para el ministro Zaldívar! Rendirse a los pies de los políticos, por ambición personal o por fuero histórico. ¿Tendrá algo que esconder?
Tal vez lo más insultante para sus colegas y para los mexicanos, sea un ministro que atropella la ley y la Constitución que juró guardar y proteger.
Representa la expresión más vulgar para un defensor del derecho. Valerse de él, para doblar la Constitución, servir a un grupo político, inclinarse ante el poderoso, y traicionar su misión al servicio de la justicia.
No hay causa o motivo grave para dimitir como exige la Constitución, y no se trata de “cuando alguien ya no quiere hacer el trabajo en el que está”, como dijo el presidente.
No es tan sencillo. Tiene un encargo, lo juró ante la ley.
El Senado deberá evaluar con todo detalle el texto de renuncia para emitir su fallo.
Un juez traiciona a su encargo cuando no vela por la justicia, cuando pisotea principios y tiempos para favorecer al poderoso; un ministro traiciona su encargo cuando se sale por la puerta de atrás para entregarse al poder, al que sirvió y complació desde la Corte. (El Financiero)