Felipe Portales
Santiago, Chile
Desgraciadamente en nuestros pueblos latinoamericanos no hemos podido liberarnos todavía del nacionalismo atávico. El sueño de Bolívar aún permanece incumplido. Pese a todas las evidencias, hemos sido incapaces de comprender que no tenemos destino como naciones desunidas e incluso enfrentadas por diferencias limítrofes, y rivalidades o celos políticos y económicos. Y eso que tenemos la ventaja de poseer una historia común y culturas muy similares.
Es cierto que uno de los factores más importantes de esta incapacidad es de raíz universal. Se trata de nuestra concepción virtualmente idolátrica de la nación. De que a esta la convertimos en un absoluto, frente al cual no existen límites éticos o racionales. Todo es digno de sacrificarse en aras del interés exclusivo de la propia nación.
Nuestra nación tiene toda la razón en cualquier diferencia o conflicto que tenga con otras naciones lo que, por cierto, adquiere una relevancia especial cuando se trata de nuestros países vecinos. Y particularmente estos últimos pasan a ser “enemigos” potenciales frente a los cuales hay que estar convenientemente armados. Más aún cuando por cualquier factor ellos tienen reivindicaciones en contra nuestra. Y, por lo mismo, cada nación “adquiere” plena legitimidad para usar todos los medios “eficaces” para imponer su “razón” en contra de sus enemigos, incluyendo el empleo de la violencia más extrema: la guerra.
El predominio de esta mentalidad belicista nos hace, además, un grave daño en el desarrollo de nuestra economía y en las posibilidades de resolver nuestros problemas sociales. Los gastos militares llegan a ser enormes y nunca suficientes para sentirnos plenamente seguros. Como siempre vemos a nuestros vecinos como nuestros potenciales enemigos, buscamos contar con una clara superioridad en cuadros profesionales armados; en instrucción militar lo más universal posible; y en tanques, aviones y buques de guerra. Es decir, en contar con un poder lo suficientemente “disuasivo”. Con esta lógica basada en el antiguo adagio belicista: “si quieres la paz, prepárate para la guerra”; obviamente se produce una carrera armamentista. Cada uno querrá estar más “seguro” disuadiendo efectivamente a los demás.
Además, con dicha carrera armamentista disminuyen significativamente los recursos que cada uno de los Estados puede destinar a mejorar la vivienda, la salud, la educación y la infraestructura necesaria para ir aumentando la calidad de vida de todas las personas que integran la nación. Asimismo, disminuimos notablemente las posibilidades de efectuar una real integración económica y política entre las naciones latinoamericanas.
Y eso que tenemos el ejemplo de Europa occidental, que luego de dos desastrosas guerras mundiales comprendió por fin que no sacaba nada con seguir indefinidamente alimentando rivalidades bélicas y procedió a superar todos sus diferendos limítrofes y a configurar una creciente integración económica y política. Los trágicos eventos actuales en Europa oriental no desmienten para nada lo anterior. Más aún, confirman que son el producto, en definitiva, de la incapacidad europea para extender su esquema integrativo a Europa oriental –incluyendo a Rusia- luego del fin de la guerra fría. Y, en cuanto a nosotros, podemos estar seguros que con la preservación de nuestra mentalidad belicista no llegaremos a ninguna parte…
Pero junto con superar esta mentalidad, los pueblos latinoamericanos requerimos de un cambio trascendental en nuestras relaciones internacionales. Así como Europa occidental lo hizo luego de la segunda guerra mundial, debemos forjar tratados que permitan una resolución mutuamente satisfactoria de los conflictos limítrofes o de otro tipo subsistentes entre nuestros países; y avanzar en una integración política, basada en la vigencia de la democracia y en el respeto de los derechos humanos. Asimismo, a partir de allí podríamos ir incluso más lejos que Europa, disminuyendo progresivamente nuestras fuerzas armadas y haciendo una “carrera desarmamentista”.
Complementando aquello, deberíamos avanzar en una real integración económica que, junto con mejorar nuestra calidad de vida, nos potencie para buscar a nivel mundial relaciones económicas más justas en beneficio de la región, de África y de muchos pueblos asiáticos que se encuentran también en gran miseria. Por cierto, ello debe hacerse superando los estrechos y funestos puntos de vista individualistas y egoístas neoliberales que han terminado prevaleciendo globalmente, a tal grado que incluso amenazan a nuestro planeta con una catástrofe medioambiental virtualmente apocalíptica.
Todo lo anterior requerirá también de profundos cambios culturales y educacionales. No podemos seguir enseñando en cada país la historia de manera chauvinista, considerándonos infalibles en cuanto a la verdad y la justicia de las propias causas. Tenemos que configurar la enseñanza de los conflictos históricos entre nuestros países de forma coordinada y mutuamente aceptable para cada uno de ellos, de forma tal de no seguir incubando odiosidades, resentimientos o profundas desconfianzas. Asimismo, debiésemos terminar con toda simbología de connotaciones sacrosantas: “altares” de la patria, panteones, “juras” a la bandera; así como el resaltamiento de las conmemoraciones de batallas o conflictos bélicos que termine ahondando nuestras diferencias históricas. Y, por otro lado, tener la sabiduría de integrar realmente a nuestros pueblos originarios y afrodescendientes en nuestras cosmovisiones nacionales.
La integración cultural debiese traducirse también en la creación de un sinnúmero de relaciones y de instituciones que promuevan el intercambio de estudiantes e informaciones y la generación de acciones culturales, artísticas y deportivas comunes. Para esto contamos con la gran ventaja de tener virtualmente un idioma común y similares características culturales. Además, se pueden utilizar muy creativa y exitosamente las nuevas tecnologías de la información y comunicación: internet, redes sociales, comunicaciones vía zoom, etc., obviamente, en un clima de intercambio de conocimientos y opiniones y, sobre todo, de generación de vínculos afectivos desde pequeños para ir estableciendo una auténtica hermandad latinoamericana. Asimismo, se pueden llevar a cabo emprendimientos comunes en el ámbito cinematográfico y televisivo; festivales latinoamericanos de la canción; concursos literarios o de pintura regionales; introducción mutua de obras de literatos destacados de cada país en las lecturas escolares de los otros; etc.
Es cierto que todo esto, para emprenderse, requerirá asimismo de un cambio de mentalidad correspondiente en los diversos sectores dirigentes de nuestros países, lo que no será para nada fácil. Pero lo difícil del camino no lo hace menos necesario e, incluso, urgente.
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