GÜICO Y OTROS CUENTOS
El rudimentario cine, inicio de conocimiento de artistas y cantantes, cortesía de la sal de uvas Picot, se montaba en el jardín del poblado, apenas oscurecía y siempre que no hubiera lluvia. Entonces, la proyección aparecía en una sábana blanca tendida entre los troncos de dos árboles. Güico, asiduo asistente, se aficionó rápido a los filmes exhibidos y pronto olvidó sus primitivas canciones y predilectos intérpretes. Para, esos años el Mariachi Vargas de Tecalitlán, Los Hermanos Chavarría, de San Antonio, y los dúos femeninos, Las Hermanas Mendoza y Las Norteñitas, arrancaban los gritos del respetable en las grabaciones que iniciaban la nueva época de la canción mexicana, y en una que otra película de las presentadas en el cine pueblerino improvisado.
Sobresalían por sus intervenciones, gritos y algazara en aquellas iniciales exhibiciones cinematográficas bisemanarias de Chema y Juana (sal de uvas Picot), Güico y el cura Indalecio. Sentados ambos, en cuclillas -el tío porque nunca alcanzó a tener silla; en su poltrona el sacerdote, sitial preferente al lado del proyector, porque no había mayor autoridad que su ilustrísima-, los dos aprovechaban la mínima ocasión del filme para intervenir, cada uno a su manera: con gritos a viva voz y comentarios frecuentes e hilarantes, o rapapolvos y rezos de arrepentimiento, según el caso. El cura Indalecio, impertérrito vigilante de la moral, decencia y orden, gozaba con interpelaciones y menciones de fragmentos bíblicos aplicados a la concurrencia; en tanto que Güico como ente graduado en las mejores universidades de la vida (Apachingar, Mich., y Malalengua, Ver.) divertía con sus ocurrencias, a veces pasadas de tono. No faltó nunca, por parte del ministro de Dios, su mano ágil pero de dudosa santidad, que se atravesara para impedir el rayo luminoso a la pantalla, si consideraba algún riesgo para que cualquiera de los concurrentes se hundiera en pecado mortal, venial o de cualquier grado, o fuera poseído por Luzbel, habida cuenta que el Maligno –decía en sus peroratas- acechaba constantemente escondido en alguna de las escenas fílmicas, fuera la de un beso de destapacaños (de esos en los que ambos, mujer y hombre, parecía que jugaban competencias a ver quién aguantaba más sin respirar), o la exhibición de una bañista en traje de baño, de aquellos con los que ahora se podría confeccionar un vestido completo. Eso sí, ninguno de los dos, ministro y Güico se escaparon de recibir, como agradecimiento del respetable, estridente, nutrida y michoacanísima rechifla en variados tonos y en rigurosos cinco tiempos.
Una de tantas noches, Güico, pasado de copas, se pasó también de tueste, y al ver al maloso que intentaba apuñalar al bueno, a traición y por la espalda, arrojó una piedra de regular tamaño sobre la sábana en imitación de pantalla, y al grito de “¡ora güey, no seas maleru hiju de la chingada!”, rompió la tela y acabó con la función, por lo que fue despedido con mentadas de madre emitidas por el respetable, sumadas a las exorcisadoras palabras en latín emitidas por el cura, que muchos interpretaron como camuflageado recordatorio materno. Consecuentemente, la camioneta Picot desapareció del jardincillo por algunos años, en tanto Gúico lo hizo por mayor periodo. Cuando las exhibiciones se reiniciaron, un salón rudimentario, sin techumbre y provisto de bancas de madera, El Tropical, invitaba a funciones dominicales para ver Las Calaveras del Terror, Allá en el Rancho Grande, La Invasión de Mongo, y Joba la Ciudad Perdida. De aquellos años idos, a querer o no, mucha gente lamentó siempre mucho más la desaparición del simpático Güico y sus ingeniosas puntadas, que la ausencia de los primitivos filmes o las reconvenciones del ministro del señor.