Que sucesos de atroz crueldad susciten impresión, incluso en los medios de comunicación, es señal inequívoca de cuánto de bueno se agita, a pesar de un entumecimiento adictivo, en el corazón humano. Que luego, en la ola de la atención comunicativa, la sobriedad y la reflexión se vean superadas por el ruido de los contrastes y la instrumentalización es quizá inevitable.
Simone Varisco
(ZENIT Noticias – Caffe Storia / Roma).- Durante mucho tiempo se ha culpado a la educación y al patriarcado. Una condena in absentia, porque -y no debe ser casualidad- se trata precisamente de dos ámbitos que ahora están en fuga: la fuga de testigos, que debería concretarse en el comportamiento de los educadores, y la fuga de padres, que forma parte de la crisis de la familia.
Desde hace años -ojo, no desde hace días- se formulan recetas y se exacerban castigos, fragmentando en paquetes preconfeccionados de instituciones e instrucciones una crisis que, por el contrario, inviste al hombre en su integridad.
Una sociedad que hace tiempo mató a sus propios padres -ya fueran creativos, biológicos, educadores o fundadores- hoy se declara víctima del paternalismo y del patriarcado.
Una sociedad que quisiera reducir la educación a un cúmulo de nociones ideologizadas, estratificadas en diferentes épocas, se lamenta de la falta de valores en los jóvenes.
Deslumbrados por la tecnología, hemos reducido la educación a paquetes de datos, y a padres e hijos a ordenadores. Máquinas que, por definición, abundan en insumos y carecen de conciencia.
La banalización del hombre a un ser meramente material y la difusión de ideologías en la educación han contribuido a cortar el vínculo natural entre la información y su uso crítico y responsable en la vida, que forma parte del proceso de construcción de valores, incluso antes de la educación en valores, tanto para el individuo como para la sociedad.
Falta educación y padres que sepan molestar en profundidad, echar sal en las heridas que la naturaleza humana nos regala a cada uno, no domesticar la epidermis.
Falta educación y padres que sepan enseñar más que un estilo de vida, a vivir con estilo: también de conciencia, sentido común y respeto.
Falta educación y padres que sean ante todo testimonio de sí mismos: brújula, mapa y apoyo en el camino hacia las decisiones importantes de la vida.
De nada valdrá ir en busca de soluciones efímeras mientras no tengamos el valor de enfrentarnos al elefante en la habitación que nadie parece querer mencionar: restaurar una cultura de la vida y de la convivencia, nueva y vieja a la vez, ciertamente a contracorriente.
Durante mucho tiempo hemos caminado a hombros de gigantes. La sensación, últimamente, es la de estar oprimidos por una nada gigantesca, insustancial y sin embargo muy pesada.