Espiritualidad de la resistencia desde la compasión con las víctimas

Juan José Tamayo
Madrid, España

Vivimos en un mundo donde impera la injusticia estructural, avanza a pasos agigantados la desigualdad, sufrimos la pérdida de la compasión a raudales y vivimos una espiritualidad acomodaticia que no ofrece resistencia al sistema. Los progresos tecnológicos no se corresponden con la práctica de los valores morales de solidaridad, fraternidad-sororidad, justicia, igualdad y libertad, como tampoco el crecimiento económico ha terminado con la eliminación de la pobreza. Todo lo contrario: a mayor progreso tecnológico y crecimiento económico, menor solidaridad y compasión, más lejos estamos de la justicia y la igualdad y más difícil resulta la práctica de la solidaridad y la fraternidad-sororidad. Las desigualdades se refuerzan a través de las diferentes y cada vez más profundas brechas, entre las que cabe citar las siguientes:

– la económico-social entre ricos y pobres, que desemboca en aporofobia – la patriarcal entre hombres y mujeres, que desemboca en feminicidio;

– la colonial entre las superpotencias y la pervivencia del colonialismo, que desemboca en el mantenimiento de la colonialidad; – la ecológica, provocada por el modelo de desarrollo científico-técnico depredador de la naturaleza, que convierte a ésta en mercancía y desemboca en ecocidio;

– la racista entre personas nativas y extranjeras, que desemboca en xenofobia; – la afectivo-sexual entre heterosexualidad y LGTBIQ, que desemboca en el discurso de odio contra las identidades afectivo-sexuales que no responden al patrón de la heteronormatividad y la binariedad sexual: LGTBIQfobia;

– la cognitiva entre los conocimientos calificados de científicos, por una parte, y los saberes de los pueblos originarios y los nacidos de las luchas populares, que da lugar a la injusticia de saberes y desemboca en epistemicidio;

– la global entre el Norte y el Sur, que desemboca en surcidio (palabra de creación propia); – la religiosa entre personas creyentes y no creyentes, entre sistemas de creencias hegemónicos y contra-hegemónicos, entre religiones ricas y religiones pobres, que da lugar a la persecución de las personas no creyentes y al desprecio por las religiones y espiritualidades de los pueblos originarios;

– la digital entre quienes tenemos acceso a internet y quienes se ven privados del mismo, que da lugar a múltiples discriminaciones laborales, culturales, educativas: – la generacional entre las personas adultas y los niños y las niñas bajo el prisma adultocentrista, que da lugar a la sistemática transgresión de los derechos de la infancia;

– el rechazo a las personas diversas funcionales por mor del falso paradigma de la “normalidad”. Especialmente dramáticos son los fenómenos de desigualdad social, injusticia ecológica, injusticia de género, práctica de la necropolítica y teoría del descarte por parte del neoliberalismo, injusticia cultural y falta de reconocimiento, injusticia cognitiva y sus manifestaciones de racismo epistemológico. Son fenómenos que estamos viviendo con severidad durante las últimas décadas, junto al de la pandemia provocada por el coronavirus, que estamos sufriendo en todo el mundo con especial crudeza.

Tales situaciones, cuyos efectos negativos se dejan sentir de manera especial en el Sur global y entre las mayorías populares y los sectores más vulnerabilizados, no pueden desembocar en actitudes fatalistas, victimistas o de aceptación de la realidad alegando que “las cosas son como son y no pueden ser de otra manera”. Todo lo contrario: requieren activar la espiritualidad de la resistencia, una espiritualidad de ojos abiertos y de militancia activa a través de los movimientos sociales frente a la “globalización de la indiferencia” (Francisco) y a los diferentes sistemas de dominación que actúan coordinadamente y requieren asimismo una coordinación de espiritualidades y las luchas de resistencia: el capitalismo en su versión neoliberal, el colonialismo, que pervive en sus formas más sutiles, el antropocentrismo, que convierte el ser humano no en cuidador de la naturaleza, sino en su depredador, el supremacismo blanco, que jerarquiza a la humanidad en función de su procedencia étnica-cultural priorizando a la población blanca, los fundamentalismos, que imponen un pensamiento único siempre al servicio de los poderes hegemónicos, el imperialismo, que somete a los pueblos y los convierte en colonias, y el belicismo, que actúa bajo la lógica de amigo-enemigo.

Una de las prácticas de resistencia a seguir ante tamaños sistemas destructivos de la naturaleza, de la humanidad, del pluriverso religioso y legitimadores del mantenimiento de la injusticia estructural es la compasión con las víctimas que, como afirma el filósofo Aurelio Arteta, es “una virtud bajo sospecha”. En su uso habitual la palabra “compasión” remite a sentir pena y pesar cayendo en una especie de sentimentalismo alejado de la praxis, se tiende a identificar con una vaga simpatía que se adopta desde fuera o desde arriba con una actitud de superioridad, se suele vivir como comportamiento moralista que encubre y legitima dicha situación. Con frecuencia se reduce a lamentarse de las desgracias ajenas sin ponerse del lado de quienes las sufren, deplorar los sufrimientos de la gente que los padece sin solidarizarse con ella ni mover un dedo para evitarlos ni luchar contra las causas y las personas que los provocan. Y todo ello, con frecuencia, desde una actitud culpabilizadora de las personas sufrientes, que desemboca en humillación y lleva a dichas personas a decir: “no me compadezcas”.

Tarea urgente es, por tanto, liberar a la compasión de sus falsas imágenes y de su práctica pasiva y devolverle su verdadero sentido, que es ponerse del lado de los otros, en el lugar de las personas sufrientes en una relación de igualdad y empatía, asumir el dolor de los otros como propio, sufrir no solo con los otros, sino en los otros, hasta identificarse con quienes sufren. La compasión requiere participar activamente en el sufrimiento ajeno, conocer, pensar, ver la realidad con los ojos, la mente y el corazón de las víctimas, sin caer en el victimismo paralizador y luchando contra las causas que lo producen.

La compasión es una “pasión” que se dirige espontáneamente al sufrimiento de los otros y de la naturaleza oprimida, y nos hace verdaderamente humanos y personas al cuidado de la naturaleza de la que formamos parte. Tal actitud requiere tomar en serio el mal que padecen los demás y que hemos padecido nosotros o podemos padecerlo, y no banalizarlo. Para ser una persona compasiva no es necesario que exista un afecto previo, es suficiente que consideremos a quienes sufren como iguales a nosotros. Este es el verdadero significado de compasión como principio ético y como virtud a practicar tanto en la esfera personal como en la pública.

La compasión no puede limitarse a curar las heridas de las víctimas. Como afirma el teólogo mártir del nazismo Dietrich Bonhoeffer, “no estamos simplemente para vendar las heridas de las víctimas bajo las ruedas de la injusticia, estamos para trabar la rueda misma con la palanca de la justicia”.

A su vez, hay que ubicar la compasión en el contexto sociocultural y político concreto donde debe practicarse para no ofrecer una imagen idealizada e idealista o un discurso abstracto que se queda en las nubes y no hace pie en la historia. Es necesario, asimismo, destacar su dimensión cívico-política revolucionaria, su relación con la justicia, la solidaridad y la igualdad de género, y su traducción en un cambio personal y en una transformación estructural, huyendo así del carácter conformista y legitimador del orden establecido generador del sufrimiento eco-humano, individualista y ahistórico, en el que se la ha enclaustrado.

Especial relevancia hay que conceder a la compasión y al amor en la esfera política, donde no son suficientes las solas normas jurídicas. Como afirma la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, compasión y amor son el puente entre las normas de la justicia y las situaciones sociales injustas. La compasión dota a la moralidad pública de los elementos esenciales de la ética sin los cuales la cultura pública estaría vacía. Hay que hablar, por tanto, de compasión y amor políticamente eficaces y practicarlos para dotar de sentido liberador a la espiritualidad de la resistencia.

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