A medida que la fe y la praxis cristianas se desvanecen, los valores que el cristianismo ha inculcado en nuestra cultura se desvanecen también. Las flores cortadas pueden florecer durante un tiempo una vez que han sido arrancadas de la tierra y puestas en agua, pero pronto se marchitarán. Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que los valores que nos inculcó el cristianismo sobrevivirán mucho tiempo a la desaparición del propio cristianismo.
Obispo Robert Barron
(ZENIT Noticias – Word on Fire / Washington).- El magnífico libro de Tom Holland, Dominion, desarrolla en detalle lo que equivale a una proposición muy simple, a saber, que el cristianismo es responsable de muchos de los valores centrales que damos por sentados y que asumimos como universales. De hecho, afirma que nuestra insistencia en la dignidad del individuo, los derechos humanos fundamentales, el principio de igualdad y, quizá sobre todo, en que los pobres, los marginados y las víctimas deben ser especialmente apreciados, se deriva de convicciones cristianas básicas.
Lo que impulsó a Holland a investigar inicialmente esta afirmación fue su extenso trabajo sobre la historia de la antigua Roma. Cuanto más estudiaba la sociedad romana, más extraña le parecía, menos se parecía a nuestro tiempo. Y cuanto más estudiaba a los grandes héroes de Roma, más extraños y moralmente problemáticos le parecían. Por poner sólo un ejemplo entre muchos, nos insta a considerar la que quizá sea la más impresionante de las antiguas personalidades romanas, Julio César. Deseoso de mejorar su reputación política, César se embarcó en una campaña militar en la Galia (actual Francia). Su notable éxito al someter esta tierra y convertirla en una provincia romana le sirvió para cubrirse de gloria y se convirtió en el tema de su libro “Las guerras gálicas”, que se lee hasta el día de hoy. Pero lo que rara vez se comenta es el asombroso hecho de que en el transcurso de esta conquista, César mató, según estimaciones conservadoras, a un millón de personas y esclavizó a otro millón más o menos. César tenía un montón de enemigos en Roma que sospechaban que ambicionaba el poder real. Pero lo que Holland encuentra fascinante es que ninguno de sus oponentes se escandalizó por su desenfreno asesino a través de la Galia. De hecho, toda Roma lo elogió por ello. Así que surge la pregunta: ¿por qué hoy consideramos un canalla a alguien que mató y esclavizó a tan gran escala, mientras que incluso los mejores y más brillantes de la antigua sociedad romana consideraban a César un héroe? La respuesta, en una palabra, es el cristianismo.
Lo que los primeros cristianos aportaron a la cultura romana fue la creencia en un Dios único que hizo a cada ser humano a su imagen y semejanza y que, por tanto, lo dotó de derechos, libertad y dignidad. Además, enseñaban los cristianos, el Dios creador se hizo humano y llegó voluntariamente hasta los límites del sufrimiento y la degradación, en palabras de San Pablo, «aceptando incluso la muerte, la muerte de cruz». Proclamaron a un salvador que fue víctima de la tiranía romana y al que Dios resucitó de entre los muertos. Y con esta proclamación, trajeron a todos los tiranizados, a todos los victimizados, a todos los débiles y olvidados de los márgenes al centro. Por supuesto, al principio estas creencias se consideraron absurdas, y los primeros cristianos fueron brutalmente perseguidos por ellas. Pero con el tiempo, y gracias al testimonio y la práctica de personas valientes, estas creencias se impregnaron en el tejido de la sociedad occidental. Penetraron tan profundamente en nuestra conciencia que llegamos, como ha afirmado Holland, a darlas por sentadas y a confundirlas con valores humanistas generales.
Ahora bien, ¿por qué es importante todo esto para nosotros hoy? Vivimos en una época en la que la fe cristiana es denigrada con bastante regularidad por las altas esferas de la sociedad elitista, en las universidades y en los medios de comunicación. Además, un gran número de personas, sobre todo jóvenes, se desafilian de las iglesias y dejan de participar en ritos y prácticas religiosas. ¿Se podría pensar que esto es bastante inofensivo, o que incluso beneficia a una sociedad que alcanza la madurez mediante la secularización? Piénselo de nuevo. A medida que la fe y la praxis cristianas se desvanecen, los valores que el cristianismo ha inculcado en nuestra cultura se desvanecen también. Las flores cortadas pueden florecer durante un tiempo una vez que han sido arrancadas de la tierra y puestas en agua, pero pronto se marchitarán. Nos engañamos a nosotros mismos si pensamos que los valores que nos inculcó el cristianismo sobrevivirán mucho tiempo a la desaparición del propio cristianismo.
De hecho, abundan los signos de la aparición de un neopaganismo. En muchos estados de nuestro país, así como en Canadá y muchos países europeos, impera un régimen de eutanasia. Cuando los ancianos o los enfermos resultan incómodos, pueden y deben ser eliminados. Y, por supuesto, en la mayoría de los países occidentales, cuando se considera que un niño en el vientre materno es un problema, puede ser abortado en cualquier momento del embarazo, hasta el momento del nacimiento. En Minnesota, mi estado natal, se ha presentado una propuesta para consagrar en la Constitución este «derecho» al asesinato del no nacido. Qué parecido, por cierto, con la antigua práctica romana de exponer a los recién nacidos no deseados a los elementos y a los animales. Y qué fascinante, a la luz del análisis de Tom Holland, que los primeros cristianos llamaran la atención de la cultura romana circundante precisamente por su voluntad de rescatar y acoger a estos bebés abandonados.
Entonces, ¿qué es lo necesario? Los cristianos deben alzar su voz de protesta contra la cultura de la muerte. Y deben hacerlo reivindicando y proclamando públicamente los valores que emanan de su fe. Durante demasiado tiempo, los creyentes se han acobardado en el silencio ante la insinuación de que la religión es un asunto «privado». Tonterías. Los valores cristianos han informado a nuestra sociedad desde el principio y han proporcionado el marco moral coherente que la mayoría de nosotros sigue dando por sentado. Ahora no es el momento de la quietud. Es hora de gritar nuestras convicciones a los cuatro vientos.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.