Declaró en 2014 el presidente Putin, después de apoderarse de Crimea con 20,000 soldados rusos que estaban estacionados en la península según el convenio de 1997 que, por cierto, garantizaba una vez más la integridad territorial de Ucrania. “Si quisiera, nuestras tropas llegarían a Kiev, inclusivo en partes más al Oeste, en cuestión de horas”. Calculó mal porque cuando lo intentó, en febrero de 2022, su Operación Militar Especial se prolongó en una guerra que ya rebasó los 710 días.
Ucrania decidió proseguir en su camino y defender el modo de vida que ha escogido, resistir a la agresión rusa. El azul de su bandera bicolor, amarillo como su trigo, azul como su cielo, remite también al azul de la bandera europea de las estrellas doradas. Sé que Ucrania es Europa –Putin, con su sentido personal del humor, dice “Gayropa”–, no estoy seguro de que la débil Europa, que la vacilante, egoísta, dividida Europa, se merezca a la valiente Ucrania. Los propagandistas del “Mundo Ruso” imperial de Vladímir Putin se burlan de ella y repiten como su jefe: “¡Gayropa!”, en involuntario eco a ese norteamericano que dijo, cuando algunos dirigentes europeos estuvieron en contra del asalto contra Irak: “Europa es Venus, Estados Unidos, Marte”.
Imposible decir como terminará esa guerra que determinará el futuro de Ucrania, de Europa y, quizá, del mundo. Imposible saber si Ucrania podrá resistir más allá de esos trágicos años o caer rendida a pesar de la valentía de sus hijos que combaten en condiciones muy desiguales. Parece que los republicanos, que controlan el Congreso de los EEUU y obedecen a Trump como si fuera ya el Presidente, no se dan cuenta, cuando congelan la ayuda militar a Ucrania, de lo que está en juego; parece que los europeos no son suficientemente motivados para saltar el obstáculo representado por los dirigentes de Hungría y Eslovaquia que congelan la ayuda de la Unión Europea a Ucrania. Increíble pero cierto, ese conglomerado que Putin y el patriarca Kirill llaman con odio y desprecio “Occidente”, parecen no entender que la derrota de Ucrania sería la suya, que la Unión Europea bien podría desintegrarse, que no se trata de un post scriptum de la guerra fría, sino del preludio posible de la tercera guerra mundial, si Putin gana su apuesta. No hay peor sordo que el que no quiere escuchar. Invocado por el brujo Vladímir, algo monstruoso ha surgido de nuevo de las tinieblas, algo que vivieron mis abuelos y mis padres. Si el Occidente no toma conciencia de cuanto siniestro es el momento presente, 2022 aparecerá en los manuales de historia de mis nietos al lado de 1914 y de 1939.
En su inconsciente cinismo han de pensar que la disminución encaminada hasta la suspensión de su ayuda militar podría obligar a esos tercos ucranianos a negociar con Putin, es decir, cederle en plena propiedad la Crimea y los cuatro distritos del Donbas que ha conquistado entre 2014 y 2024. Moscú le apuesta al cansancio, a la división de la opinión pública y la tragedia de Gaza le cae como anillo al dedo; pensando en la reelección de su amigo Trump, Putin sigue manejando el chantaje nuclear y otras amenazas de escalada, y la alianza muy real con Irán, China y Corea del Norte. Por su parte, los dirigentes occidentales insisten en la necesidad de una desescalada: “se disuaden a sí mismos, en lugar de disuadir a Rusia”, como bien dice mi colega ucraniano Mykola Riabchuk: “El único medio para vencer a Putin es empujarlo en sus trincheras y demostrar que no es más que un hombrecito timorato”.
¿Hombrecito timorato? Sorprende esa definición aplicada al Rambo a caballo, pecho desnudo, matador de osos, al judoka, buceador, piloto de caza… En marzo de 2022, poco después del inicio de la agresión, Román Kechur, eminente psiquiatra, lo describió como un “psicópata antisocial guiado por sus emociones, envidia, ira y miedo (…) El único lenguaje que entiende ese tipo de gente es el de la fuerza (…) Esas personas perciben el Bien como una debilidad y las concesiones como una maniobra para hacer trampa”.
Jean Meyer, historiador en el CIDE