Una pieza esencial del plan de AMLO implica modificar la Constitución para que el presidente ejerza mayor control sobre los otros poderes, tal como se hizo en épocas anteriores.
A veces es difícil para los extranjeros entender el sistema político mexicano, que por muchos años estuvo basado en un presidencialismo en el cual, el presidente en turno tenía la facultad de nombrar a su sucesor, pero a su vez, tenía que desaparecer de la escena política al término de su mandato. Sin embargo, se realizaban elecciones en las que participaban candidatos opositores, que eran más bien testimoniales y nunca tenían la real posibilidad de ganar.
Este sistema fue desapareciendo con el paso del tiempo, sobre todo después del primer triunfo de la oposición en el año 2000. Sin embargo, los proyectos de reformas constitucionales que fueron presentadas el pasado 5 de febrero por el presidente Andrés Manuel López Obrador, pretenden la resurrección de ese viejo presidencialismo. ¿En qué medida esto es posible?
Veamos algo de su historia antes de llegar a las disyuntivas del presente.
La Revolución Mexicana, gestada en la segunda década del siglo pasado, se caracterizó por el liderazgo de caudillos. Las diferentes facciones que peleaban se identificaban por el caudillo que las encabezaba: Emiliano Zapata, Francisco Villa, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón fueron los más sobresalientes.
Todos ellos murieron asesinados en diferente momento y, tras ello, quedó como el llamado “líder máximo”, Plutarco Elías Calles. En buena medida, él fue el fundador del sistema político que estableció un partido que agrupaba a las diversas facciones que triunfaron en la Revolución Mexicana.
El problema es que él se quedó con el poder. Al término de su mandato, colocó a tres presidentes débiles que actuaban de facto como subordinados del “Jefe Máximo”, que era él. Sin embargo, en 1936, el presidente Lázaro Cárdenas, que sería el cuarto en línea colocado por Calles, se insubordinó y exilió a Calles, eliminando la figura del “Jefe Máximo”. Sin embargo, con Cárdenas se consolidó el presidencialismo mexicano, tanto por el enorme poder que se concentró en las manos del presidente como por el hecho de que con él se inauguró propiamente el derecho del presidente de elegir al candidato del partido en el poder, que se convertía de facto en el futuro presidente de la República.
El control de los procesos electorales por parte del gobierno garantizaba el triunfo del candidato del partido en el poder.
Desde la elección de 1940, hubo nueve candidatos presidenciales del partido en el poder, que ocuparon el cargo tras ser designados por su antecesor. Esa condición duró poco más de medio siglo, periodo en el que se consolidó la autoridad plena del presidente.
Aunque existía en el papel la división de poderes, el Poder Judicial y el Legislativo, estaban controlados totalmente por el partido en el poder, que a su vez se subordinaba al presidente de la República. Todos los gobernadores del país pertenecían al mismo partido, que, a partir de 1946 se denominó Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Las elecciones presidenciales de 1988 marcaron, sin embargo, un punto de quiebre. Por primera vez en la historia moderna del país hubo una intensa competencia electoral entre el candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari, y el opositor, Cuauhtémoc Cárdenas.
Aunque de nuevo ganó el PRI, hubo serios cuestionamientos a la limpieza de las elecciones, lo que expresaba la mayor pluralidad de la sociedad mexicana. Salinas se dio a la tarea de modernizar económicamente a México, pero los pasos que dio en lo político fueron lentos.
Pese a ello, en julio de 1989, por primera vez en la historia moderna del país, un candidato opositor, Ernesto Ruffo, del PAN, ganó una elección para gobernador, en Baja California.
En 1993, Salinas designó a Luis Donaldo Colosio como candidato del PRI. Sin embargo, el panorama del país se descompuso gravemente con la insurrección zapatista del 1 de enero de 1994. El 23 de marzo de ese año, fue asesinado Colosio, creando una crisis política y obligando a Salinas a cambiar de candidato, optando por Ernesto Zedillo.
Aunque Zedillo ganó y el PRI permaneció en la presidencia, Zedillo no tenía un arraigo en las estructuras del poder político tradicional, sino que era un tecnócrata con orientación modernizadora.
En 1995 cambió la Corte y creó una institución autónoma del Ejecutivo. En 1997, ciudadanizó la autoridad electoral, el Instituto Federal Electoral y realizó la primera elección a Jefe de Gobierno en la Ciudad de México. En 1997, el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y por primera vez en la historia, se vio obligado a negociar las leyes con la oposición.
Era cuestión de tiempo para que un opositor llegara a la presidencia de la República, como sucedió en el año 2000 con el triunfo de Vicente Fox. Con ello, terminó la etapa del presidencialismo mexicano, pues nunca se repitió el esquema previo.
Con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador en 2018, nuevamente, el partido que tenía la presidencia de la República tenía el control de las dos cámaras del Congreso, y gradualmente fue obteniendo la mayoría de las gubernaturas. Sin embargo, nunca tuvo el control de la Corte, además, la existencia de diversos órganos constitucionalmente autónomos, limitaron el margen de maniobra del presidente.
Por esa razón es que una parte fundamental del proyecto de AMLO es cambiar la Constitución para que el presidente tome el control de los otros poderes, como fue en el pasado.
En el caso del Congreso, la propuesta que elimina a los legisladores de representación proporcional garantiza que -salvo cambios profundos en el balance político del país- Morena tenga mayoría calificada en las Cámaras, es decir, la que permite las reformas constitucionales.
En la Corte, la elección de los ministros a través del voto popular es también una garantía de que Morena tendría el control de esa institución. Lo mismo vale para la eliminación de diversos órganos constitucionalmente autónomos que hoy limitan la discrecionalidad de las decisiones presidenciales.
La obviedad de la intención de hacer resurgir ese viejo presidencialismo que empezó a hacer agua visiblemente desde 1988, conducirá a que la oposición rechace abiertamente las reformas y no se logren los votos requeridos.
Pero ello no será obstáculo para que sean banderas de campaña, con las que se pretende conseguir la mayoría calificada en las dos cámaras del Congreso, planteando a los electores que hacer esos cambios permitirá garantizar los programas sociales, tener mejores pensiones y mayores salarios, entre otras cosas.
Veremos si se logra el objetivo de resucitar a un presidencialismo que muchos consideraban muerto.