Dice el refrán que el poder aturde a los inteligentes. Ese mismo refrán añade otra frase, pero no la escribo porque siempre he tenido a Andrés Manuel López Obrador como un hombre de extraordinario talento político. Sin embargo, el poder altera el temperamento y nubla a quienes lo ejercen. Y, a todas luces, el presidente está aturdido. Quizás porque sabe que la contienda electoral será un plebiscito sobre su permanencia o su salida como factótum del gobierno mexicano, su conducta es cada vez más iracunda, más errática y más imprudente.
La lista de los despropósitos que ha ido cometiendo por confundir al país con su persona, es cada vez más larga. Decir que su autoridad moral y política está por encima de la ley fue un exceso inaceptable. Pero no ha sido el único. Acusar al gobierno de los Estados Unidos de querer incidir en el proceso electoral —por las filtraciones que se han venido dando en medios internacionales, con las investigaciones sobre los supuestos vínculos de algunos de sus cercanos con el crimen organizado— ha añadido una tensión innecesaria a las, ya de suyo, complejas relaciones entre los dos países.
El presidente también se ha tropezado con la contradicción que implica celebrar y difundir detalles sobre el juicio hecho en Nueva York contra Genaro García Luna, mientras considera injerencistas las supuestas investigaciones abiertas sobre sus amigos y parientes. En las primeras, el gobierno ofreció toda su colaboración, mientras que las segundas se habrían suspendido, dijo, “porque le tuvieron miedo” (no porque se hayan agotado). Dada su importancia, tendría que haber ofrecido la misma colaboración, haber exigido que esas indagaciones se revelaran por completo y que se publicaran, de existir, sus conclusiones. En vez de eso, decidió emprender una ofensiva inédita contra los mensajeros: “bájenle una rayita a su prepotencia”, le espetó a la corresponsal de Univision, tras desafiarla, “porque a ustedes no se les puede tocar ni con el pétalo de una rosa”.
En su andanada contra la Suprema Corte de Justicia, también ha cometido varios despropósitos. El más grave, sin duda, fue haber revelado que el gobierno sí intervenía en las decisiones judiciales, cuando Arturo Zaldívar presidía aquel órgano. Y justificar esa conducta alegando que todos los gobiernos previos hacían lo mismo es todavía peor pues, como afirma el presidente, se suponía que “no somos iguales”. Esta secuencia de tropiezos se produce, además, tras la publicidad que el presidente ha venido haciendo al libro ¡Gracias!, usando sin recato los espacios oficiales de los que dispone para promover sus ventas y mientras utiliza sus conferencias, todos los días, para hacer propaganda electoral a favor de sus aliados y en contra de sus oposiciones. Estas tres conductas, públicas y publicadas, están tipificadas como faltas graves en las normas de responsabilidades administrativas. En esto no hay supuestos ni investigaciones sospechosas: es el mismo presidente quien las ha divulgado con especial ahínco.
Me pregunto si la actitud errática y furibunda del presidente no acabará haciendo mella en la campaña de su candidata a la Presidencia, quien ha optado por borrarse a sí misma para brillar con la luz que emana desde Palacio Nacional. Sus partidarios opinan lo contrario y hacen campaña como si López Obrador estuviera en la boleta. Pero me preocupa más que los excesos cometidos por quien todavía encabeza el Estado mexicano no sean sino el preludio de otros peores que, acumulados y en conjunto, acaben descarrilando de plano el desenlace pacífico del final de este sexenio, en el hipotético caso de que los resultados esperados no correspondan con sus ambiciones. “Quien se aflige se afloja”, ha dicho él. Añado: el pez por su boca, muere. (El Universal)