Estamos viviendo en México una desgarradora tensión entre, por una parte, la necesidad de sobrevivir a una situación de injusticia social, migración descontrolada, violencia, impunidad y corrupción generalizada y, por otra, la urgencia de reflexionar madura y cristianamente y, aun cuando el voto sea libre, estamos obligados moralmente a votar y expresar nuestra decisión política en la nada fácil tarea de elegir a nuestros gobernantes el próximo domingo dos de junio. De ninguna manera podemos estar en paz cuando vemos que el país se debate en una enésima crisis, no solamente económica sino de una relativización y aun abandono de los valores más auténticos, entre los que seguramente están los de observar y hacer cumplir nuestras obligaciones políticas y civiles. Nuestra identidad como pueblo está en juego ante las cada vez más absurdas decisiones de quienes ostentan el poder y mienten cínica y abiertamente, acostumbrados, como están, a que el pueblo no reaccione con la falsa y populista idea de que es sumiso y bueno.
Es importante caer en la cuenta del modo en el que, en un lapsus casi inconsciente, una candidata en un discurso fundamental, cuando tras decir que sólo había dos caminos, tartamudeó y manifestó: «que siga la corrupc…», pero alcanzó a regresar al texto del discurso y corrigió: «que siga la transformación o que regrese la corrupción». Sin duda -como han afirmado muchos comentaristas-, a Sigmund Freud le gustaría analizar ese lapsus. Es un hecho que, de ninguna manera podemos seguir viviendo nuestro ser cristiano sin buscar la unificación en las concreciones de nuestra vida y que ésta sea explicitada como verdad o como mentira, como libertad o como opresión, como proceso o como imposición. Existen dos campos en los que esa tendencia a la unidad aparece más claramente: el campo de nuestra fe y el modo como la vivimos y expresamos. Se trata de la política y la forma como asumimos nuestros derechos y deberes, ya sea desde una conciencia crítica a las opciones que se nos presentan para elegir o, como marionetas que se dejan manipular por las ideologías corruptas de siempre o por los mesianismos demagógicos y populistas que nos pueden llevar al drama que están viviendo hermanos nuestros en otros países de América Latina.
Tristemente, todo indica que somos un pueblo sin memoria histórica, indolente y sin la garra de exigir lo que sea más conveniente ante la tragedia que vivimos, inmersos en una guerra entre asesinos sin escrúpulos que no se tientan el corazón para asesinar y un gobierno que no se duele de la sangre derramada y el dolor de millones de mexicanos que no ven sino desgracia y pobreza. La política y la fe necesitan un serio discernimiento de nuestra parte para buscar la “unificación de lo verdadero”. Exigen un fehaciente proceso de purificación para que no caigamos en la tentación de pensar, por una parte, que todo está bien y que el país tiene lo que necesita y asegura un rumbo optimista y de crecimiento para el futuro o, por la otra, para no dejarnos embaucar por falsas promesas y cantos de sirena que no conducen a nada pues es más que evidente que no tienen sustento en una sociedad globalizada e interdependiente como la nuestra en relación al concierto de las naciones.
No podemos ignorar que como cristianos nos enfrentamos a la paradoja y antinomia de desear y buscar el bien propio, pero no podemos, ni debemos olvidarnos que también estamos obligados a trabajar por la paz y el bienestar de los demás. No vivimos en una isla y estaremos mejor, con mayor progreso, en paz y con futuro, si nuestra nación vive de la misma forma. Estamos llamados a buscar y hacer la voluntad de Dios en las situaciones históricas concretas que estamos viviendo y no debemos aparentar que no pasa nada cuando los peligros son más que evidentes. Tenemos que escoger entre posibilidades asimismo innumerables de servir a Dios y construir Su Reino en esta historia, en medio de conflictos y posibilidades, de luces y sombras. El discernimiento es, sin duda, un instrumento útil, una ayuda eficaz para no equivocarnos y acertar en esas opciones a partir de una visión de fe que no puede ser ajena a los retos de esta realidad concreta de pobreza, injusticia, de violencia e impunidad, de corrupción y manipulación de muchos que se disputan, otra vez, al nuestro ya de por sí deteriorado, defraudado, desilusionado y arruinado país.
Estamos obligados a tomar muy en serio lo que estamos viviendo y, lejos de permitir que otros decidan por nosotros, es imprescindible que salgamos de nuestro caparazón de individualismo egoísta y nos demos cuenta, de una vez por todas, que, si México se equivoca una vez más, nos hundimos todos. No será suficiente con rezar cuando “el destino nos alcance” y no sea posible hacer ya nada ante el dolor y la muerte. No nos valdrá ningún tipo de queja o lloriqueo ante lo inevitable si ahora no hacemos lo que estamos obligados a hacer. El discernimiento que exige nuestra fe es un proceso que tiende a descubrir la voluntad de Dios aquí y ahora y el modo como podemos vivir nuestro ser cristiano inmersos en las mediaciones políticas que la misma fe exige. No son dos procesos diversos, como en ocasiones lo queremos hacer aparecer, tal vez por la pereza de no buscar el bien de los demás o por una idea con olor a naftalina de que un cristiano no se debe meter en política. La justicia social, la verdadera y concreta caridad cristiana se inserta en la vida real. La justicia social es una de las mediaciones privilegiadas de la caridad y la política es el campo privilegiado para realizar la justicia y el discernimiento tal y como lo proclamamos diariamente en el Evangelio.
Domingo 10 de marzo de 2024.