P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Los apóstoles han visto morir a Aquél en quien ellos habían creído y que les había devuelto la esperanza en un mundo mejor. Después de la muerte cruel y humillante de Jesús, regresaron a Galilea con una sensación de fracaso (Mt 28,7) ante lo que pensaban era una mentira. No les quedaba más que volver a sus antiguas profesiones (Mc 16,7). Además de aquella espantosa sensación de dolor y vergüenza por haber dejado solo a su amigo, pesaba sobre ellos el miedo y la amenaza de que el odio que se había exacerbado con el Maestro los alcanzaría también a ellos. Aparentemente, todo había sido un engaño porque ellos confiaban en que Jesús haría algo para liberarse de aquella muerte cruel y dolorosa. Experimentaban una sensación muy parecida a la nuestra cuando vemos que la situación de nuestro pobre país no mejora, y, al contrario, se deteriora más y crece la desesperanza ante los datos oficialistas que vaticinan que nos esperan otros seis años de mentira, miedo, corrupción e impunidad.
No obstante, pronto se les ve nuevamente en Jerusalén, sin embargo, ahora su rostro es diferente. No tienen ya las caras largas ni el semblante de hombres miedosos, pusilánimes y encerrados en sí mismos. ¡Algo debió pasar en Galilea! La gente que los había visto huir como cobardes se maravilla al escuchar cómo anuncian la hermosa verdad que su amigo, el Maestro, vive, que fue resucitado por Dios, su Padre y Señor. Lo que Él les había dicho era verdad y ahora ellos estaban convencidos de que esa era su misión: ser testigos de una experiencia que los cambió, los transformó en hombres nuevos, que creen, que confirman la enseñanza de Aquél que lo dio todo, hasta la misma vida por ellos y por la humanidad. Su predicación era simple pero hermosa y convincente: ¡Jesús murió y Dios lo resucitó de entre los muertos! Y ellos eran los testigos privilegiados, los enviados para anunciar al mundo esta hermosa verdad. En eso se funda su buena noticia, su evangelio y en este mismo mensaje debería basarse nuestra fe y nuestra vida en el mundo que nos ha tocado vivir.
Este tendría que ser para nosotros el reto al haber recibido –una vez más- el mensaje de Cristo resucitado. En medio del escepticismo y la desesperanza, estamos invitados a creer pues, como afirmaba mi hermano jesuita Luis Carlos Flores Mateos: “cristianos resucitados, el mundo nos necesita para creer el milagro sobre el que la fe se finca. Contagiemos a las almas que languidecen de asfixia el gozo de Jesucristo fraterno en nuestra sonrisa”. ¿Es esto posible ante la apatía de muchos por defender nuestra democracia? ¿Queremos hacer hasta lo imposible por evitar que se siga destruyendo nuestra patria? ¿Cómo consolar a tantas familias que lloran a sus muertos o desaparecidos? Es indispensable que nos preguntemos ¿qué ha pasado en Galilea? Los apóstoles se encontraron con Jesús vivo, viviente, resucitado. Era el mismo a quien ellos habían visto cómo lo habían destrozado y cómo había muerto colgado en una cruz. Sí, era el crucificado, pero ahora se les mostraba, se dejaba ver con una vida plena, la misma pero diferente pues había sido confirmado por Dios, su Padre.
Los testigos de la muerte de Jesús se transforman en testigos de la resurrección porque han vivido los efectos de estar en contacto con aquel hombre y Dios maravilloso, único. La experiencia de Jesús resucitado los había transformado en otros hombres. Y esa experiencia es la que les permitirá proclamar al mundo lo que para ellos era ya una convicción. La resurrección del Hijo de Dios será para siempre el contenido de su predicación y lo que dará sentido verdadero a su vida y misión. La resurrección de su amigo y maestro transforma su comunidad deshecha por la desconfianza y el temor en una nueva comunidad que se funda en una fe más madura, creíble y que les permitirá hablar con la fuerza del amor que ha renacido en ellos. Ser testigos de la resurrección les permite y con ellos, a nosotros hoy y aquí, ser transformados en nuevos seres que creen, que esperan, que aman hasta asumir la posibilidad de la muerte por el que antes la había entregado libremente por ellos y por nosotros. Como los apóstoles, estamos invitados a renovar lo más profundo de nuestra fe y convertirnos en auténticos cristianos y, mucho más allá del miedo, vencer la mentira y atrevernos a luchar por lo que nuestros padres nos han heredado y que no podemos dejar que nada ni nadie lo destruya.
Domingo 7 de abril de 2024.