¿Por qué, para qué hablar del ‘sonido de Dios’ que acuna las sublimes notas de las composiciones brucknerianas, cuando reclaman atención temas como la elección de Estado que atosiga el actual proceso electoral, cuando la paz en el mundo se halla riesgo por el conflicto Irán/Israel, por la guerra fría entre el bloque de la OTAN y el de Rusia y China?
Desde luego que temas como ésos revisten más interés periodístico. No obstante, subyaciendo a fenómenos como la violencia en el mundo (como los aviesos intereses políticos, como la perversidad del crimen organizado) se halla el crecimiento sistemático y progresivo de la irreligiosidad, de la pulsión de nuestros primeros padres por hacerse de una moral a su propia medida y de una humanidad que no deja de empecinarse en desprenderse de Dios.
El hecho es que, sin referentes morales, los hombres terminamos incapacitados para vivir en armonía; sin marcos morales que regulen nuestra conducta, siempre estaremos en peligro de atacar o ser atacados por los demás. Y es aquí que adviene ese referente absoluto de la bondad suma, del amor infinito que es nuestro Padre Dios, cuyo nexo yace en el regalo que da la virtud teologal de la Fe.
Pues Anton Bruckner, compositor egregio, católico ferviente, fue un hombre de fe que dedicó su obra musical “al querido Dios”. Fue un hombre, cuya vida exterior, simple y carente de grandes acontecimientos, contrasta con su intensa y compleja vida interior. A diferencia de Wagner, cuyo dios era él mismo, Bruckner pasaba largas horas de rodillas y en ferviente oración. Casi al final de su vida, temiendo no poder terminar su última sinfonía, escribió: “querido Dios, permite que me recupere para terminar la Novena, si no te ocupas de mí para que la concluya, la responsabilidad es tuya”.
En ese sentido, lo que Bach es para la cosmovisión protestante, Bruckner lo es para la católica. De ahí la utopía: los desastres de la humanidad actual: guerras, tranzas, demagogias, injusticias, no lo serían tanto si aumentara su fe, cultivara su religiosidad, acudiera al arte y a la buena música (como el Adagio de la Octava de Bruckner) e hiciera suyos los valores morales.