Confesor, autor eclesiástico y fundador de la Orden de la Cartuja. Nació en Colonia hacia el año 1030; murió el 6 de octubre de 1101. Se le representa habitualmente con una calavera en las manos, un libro y una cruz, o coronado con siete estrellas; o con un pergamino que porta la divisa O Bonitas. Su fiesta se celebra el 6 de Octubre.
Según la tradición, San Bruno pertenecía a la familia de Hartenfaust, o Hardebüst, una de las principales familias de la ciudad, y en recuerdo de este origen diferentes miembros de la familia de Hartenfaust han recibido de los Cartujos o bien oraciones especiales por los muertos, como en el caso de Peter Bruno Hartenfaust en 1714, y Louis Alexander Hartenfaust, barón de Laach, en 1740; o una relación personal con la orden, como con Louis Bruno de Hardevüst, barón de Laach y burgomaestre de la ciudad de Bergues-S. Winnoc, en la diócesis de Cambrai, con el que se extinguió la línea masculina de la familia Hardevüst el 22 de Marzo de 1784.
Tenemos poca información sobre la infancia y juventud de San Bruno. Nacido en Colonia, habría estudiado en el colegio de la ciudad, o colegiata de San Cuniberto. Mientras era aún bastante joven (a pueris) fue a completar su educación a Reims, atraído por la reputación de la escuela episcopal y de su director, Heriman. Allí acabó sus estudios clásicos y se perfeccionó en las ciencias sagradas que en esa época consistían principalmente en el estudio de las Sagradas Escrituras y de los Padres. Allí se hizo, según el testimonio de sus contemporáneos, instruido tanto en la ciencia humana como divina. Completada su educación, San Bruno volvió a Colonia, donde fue provisto de una canonjía en San Cuniberto, y según la opinión más probable, elevado a la dignidad sacerdotal. Esto fue hacia el año 1055. En 1056, el obispo Gervais le llamó a Reims, para ayudar a su antiguo maestro Heriman en la dirección de la escuela. Este último estaba ya dirigiendo su atención hacia una forma de vida más perfecta, y cuando al final dejó el mundo para ingresar en la vida religiosa, en 1057, San Bruno se encontró como director de la escuela episcopal, o ecólatra, un puesto tan difícil como elevado, pues entonces incluía la dirección de las escuelas públicas y la supervisión de todos los establecimientos educativos de la diócesis.
Durante casi veinte años, de 1057 a 1075, mantuvo el prestigio que la escuela de Reims había alcanzado bajo sus antiguos directores, Remi de Auxerre, Hucbald de St. Amand, Gerberto y últimamente Heriman. De la excelencia de su enseñanza tenemos una prueba en los títulos funerarios compuestos en su honor, que celebran su elocuencia, sus talentos poético, filosófico y por encima de todos exegético y teológico; y también en los méritos de sus discípulos, entre los cuales estaban Eudes de Châtillon, después Urbano II, Rangier, cardenal y obispo de Reggio, Robert, obispo de Langres y un gran número de prelados y abades.
En 1075 San Bruno fue nombrado canciller de la iglesia de Reims, y tuvo entonces que dedicarse especialmente a la administración de la diócesis. Mientras tanto, el piadoso obispo Gervais, amigo de San Bruno, había sido sucedido por Manasés de Gournai, que rápidamente se hizo odioso por su impiedad y violencia. El canciller y otros dos canónigos fueron encargados de llevar al legado papal, Hugo de Die, las quejas del indignado clero, y en el concilio de Autun, 1077, obtuvieron la suspensión del indigno prelado. La respuesta de este último fue arrasar las casas de sus acusadores, confiscar sus bienes, vender sus beneficios y apelar al Papa. Entonces Bruno se ausentó por un tiempo de Reims, y fue probablemente a Roma a defender la justicia de su causa. Sólo en 1080 una sentencia clara, confirmada por un alzamiento del pueblo, obligó a Manasés a retirarse y refugiarse con el emperador Enrique IV. Libre entonces de elegir otro obispo, el clero estaba a punto de unir sus votos en el canciller. Él, sin embargo, tenía designios muy diferentes en perspectiva. Según una tradición conservada en la Orden de la Cartuja, Bruno se persuadió de abandonar el mundo por la contemplación de un célebre prodigio, popularizado por el pincel de Lesueur – la triple resurrección del médico parisino, Raymond Diocres. A esta tradición se opone el silencio de los contemporáneos y de los primeros biógrafos del santo; el silencio del propio San Bruno en su carta a Raoul le Vert, preboste de Reims; y la imposibilidad de probar que estuviera nunca en París. No había necesidad de argumento tan extraordinario para hacerle dejar el mundo. Algún tiempo antes, cuando estaba en conversación con dos de sus amigos, Raúl y Fulco, canónigos como él de Reims, se habían inflamado tanto en el amor de Dios y el deseo de los bienes eternos que habían hecho voto de abandonar el mundo y abrazar la vida religiosa. Este voto, pronunciado en 1077, no pudo ponerse en obra hasta 1080, debido a diversas circunstancias.
La primera idea de San Bruno al dejar Reims parece haber sido ponerse él y sus compañeros bajo la dirección de un eminente solitario, San Roberto, que recientemente (1075) se había establecido en Molesme, en la diócesis de Langres, junto con un grupo de otros solitarios que iban más tarde (1098) a constituir la Orden Cisterciense. Pero pronto vio que esta no era su vocación, y después de una corta estancia en Sèche-Fontaine cerca de Molesme, dejó a dos de sus compañeros, Pedro y Lamberto, y se dirigió con otros seis a Hugo de Châteauneuf, obispo de Grenoble, y, según algunos autores, uno de sus discípulos. El obispo, a quien Dios había mostrado a estos hombres en un sueño, bajo la imagen de siete estrellas, les condujo e instaló él mismo (1084) en un lugar agreste de los Alpes del Delfinado llamado Chartreuse, a unas cuatro leguas de Grenoble, en medio de rocas escarpadas y montañas casi siempre cubiertas de nieve. Con San Bruno estaban Landuino, los dos Esteban, de Bourg y de Die, canónigos de San Rufo, y Hugo el Capellán, “todos ellos los hombres más sabios de su tiempo”, y dos laicos, Andrés y Guerin, que después se convirtieron en los primeros hermanos legos. Construyeron un pequeño monasterio donde vivieron en profundo retiro y pobreza, completamente ocupados en la oración y el estudio, y honrados frecuentemente con las visitas de San Hugo, que se volvió como uno de ellos. Su modo de vida ha sido recogido por un contemporáneo, Guibert de Nogent, que les visitó en su soledad. (De Vitâ suâ, I, ii). Mientras tanto, otro discípulo de San Bruno, Eudes de Châtillon, se había convertido en Papa con el nombre de Urbano II (1088). Resuelto a continuar la obra de reforma comenzada por Gregorio VII, y estando obligado a luchar contra el antipapa, Guiberto de Ravena, y el emperador Enrique IV, buscó rodearse de aliados devotos y llamó a su antiguo maestro ad Sedis Apostolicae servitium. Así el solitario se vio obligado a dejar el lugar donde había pasado más de seis años de retiro, seguido por una parte de su comunidad que no podía mentalizarse a vivir separada de él (1090). Es difícil indicar el lugar que ocupó entonces en la corte pontificia, o su influencia en los acontecimientos contemporáneos, que fue totalmente oculta y confidencial. Alojado en el palacio del propio Papa y admitido a sus consejos, y encargado, además, con otros colaboradores, de preparar asuntos para los numerosos concilios de este periodo, debemos concederle algún crédito por sus resultados. Pero él tuvo siempre cuidado de mantenerse en segundo plano, y aunque parece haber asistido al Concilio de Benevento (Marzo de 1091), no encontramos evidencia de que hubiera estado presente en los concilios de Troja (Marzo de 1093), de Piacenza (Marzo de 1095) o de Clermont (Noviembre de 1095).
Su papel en la historia está borroso. Todo lo que podemos decir con seguridad es que apoyó con todas sus fuerzas al Soberano Pontífice en sus esfuerzos para la reforma del clero, esfuerzos inaugurados en el Concilio de Melfi (1089) y continuados en el de Benevento.
Poco tiempo después de la llegada de San Bruno, el Papa se había visto obligado a abandonar Roma ante las fuerzas victoriosas del emperador y el antipapa. Se retiró con toda su corte al sur de Italia. Durante el viaje, el antiguo profesor de Reims atrajo la atención del clero de Reggio en Calabria, que acababa de perder a su arzobispo Arnulfo (1090), y le dieron sus votos. El Papa y el príncipe normando Roger, Duque de Apulia, aprobaron firmemente la elección y presionaron a San Bruno a aceptarla. En una coyuntura similar en Reims había escapado huyendo; esta vez escapó haciendo que fuera elegido uno de sus antiguos discípulos, Rangier, que afortunadamente estaba cerca en la abadía benedictina de La Cava, cerca de Salerno. Pero temió que tales intentos se repitieran; además estaba cansado de la agitada vida que le había sido impuesta, y la soledad le invitaba siempre. Pidió, por tanto, y después de mucha dificultad, consiguió el permiso del Papa para volver de nuevo a su vida solitaria. Su intención era reunirse con sus hermanos en el Delfinado, como deja claro una carta dirigida a ellos. Pero la voluntad de Urbano II le mantuvo en Italia, cerca de la corte papal, a la que podía ser llamado en caso de necesidad. El lugar elegido para su nuevo retiro por San Bruno y algunos seguidores estaba en la diócesis de Squillace, en la vertiente oriental de la gran cadena que cruza Calabria de norte a sur, y en un alto valle de tres millas de largo y dos de ancho, cubierto de vegetación. Los nuevos solitarios construyeron una pequeña capilla de tablones para sus reuniones piadosas y, en las profundidades de los bosques, cabañas con techo de barro para sus moradas. Una leyenda dice que San Bruno mientras estaba en oración fue descubierto por los sabuesos de Roger, Gran Conde de Sicilia y Calabria y tío del Duque de Apulia, que estaba cazando entonces en la vecindad, y que así aprendió a conocerlo y venerarlo; pero el Conde no tenía necesidad de esperar esa ocasión para conocerle, pues fue probablemente por invitación suya que los nuevos solitarios se establecieron en sus dominios. Ese mismo año (1091) les visitó, les hizo cesión de las tierras que ocupaban, y una estrecha amistad se creó entre ellos. Más de una vez San Bruno fue a Mileto a tomar parte de las alegrías y las penas de la noble familia, para visitar al Conde cuando enfermó (1098 y 1101), y para bautizar a su hijo, Roger, el futuro Rey de Sicilia. Pero más a menudo fue Roger quien fue al desierto a visitar a sus amigos, y cuando, por su generosidad, se construyó el monasterio de San Esteban, en 1095, cerca de la ermita de Santa María, se erigió anexa a él una pequeña casa de campo en la que le gustaba pasar el tiempo que le dejaba libre el gobierno de su Estado.
Mientras tanto los amigos de San Bruno murieron uno tras otro: Urbano II en 1099; Landuino, el prior de la Gran Cartuja, su primer compañero, en 1100; el Conde Roger en 1101. Su propio tiempo se acercaba. Antes de su muerte reunió por última vez a sus hermanos a su alrededor e hizo en su presencia profesión de la Fe Católica, cuyos términos se han conservado. Afirma con especial énfasis su fe en el misterio de la Santísima Trinidad, y en la presencia real de Nuestro Salvador en la Sagrada Eucaristía – una protesta contra las dos herejías que habían perturbado ese siglo, el triteísmo de Roscelin, y la empanación de Berengario.
Tras su muerte, los Cartujos de Calabria, siguiendo una costumbre frecuente de la Edad Media por medio de la cual el mundo cristiano se asociaba a la muerte de sus santos, despacharon a un “portador de rollo”, un criado del convento cargado con un largo rollo de pergamino, colgado de su cuello, que viajó por Italia, Francia, Alemania e Inglaterra. Se detuvo en las principales iglesias y comunidades para anunciar la muerte, y a cambio, las iglesias, comunidades o capítulos inscribían en su rollo, en prosa o verso, la expresión de sus sentimientos, con promesas de oraciones. Muchos de estos rollos se han conservado, pero pocos son tan extensos o tan llenos de alabanzas como el de San Bruno. Mil setenta y ocho testigos, de los que la mayoría había conocido al fallecido, celebraban la extensión de su conocimiento y lo fructífero de su instrucción. Los que le eran extraños estaban sobre todo impresionados por su conocimiento y talentos. Pero sus discípulos alababan sus tres principales virtudes – su gran espíritu de oración, una extrema mortificación y una filial devoción a la Santísima Virgen. Las dos iglesias construidas por él en el desierto estaban dedicadas a la Santísima Virgen: Nuestra Señora de Casalibus en el Delfinado, Nuestra Señora della Torre en Calabria, y, fieles a su inspiración, los Estatutos Cartujos proclaman a la Madre de Dios como la primera y principal patrona de todas las casas de la orden, cualquiera que sea su patrón particular.
San Bruno fue enterrado en el pequeño cementerio de la ermita de Santa María, y muchos milagros se obraron en su tumba. Nunca ha sido canonizado formalmente. Su culto, autorizado para la Orden Cartuja por León X en 1514, se extendió a toda la Iglesia por Gregorio XV, el 17 de Febrero de 1623, como fiesta semi-doble, y elevada a la clase de doble por Clemente X el 14 de Marzo de 1674. San Bruno es el santo popular de Calabria; todos los años una gran multitud acude a la Cartuja de San Esteban, el lunes y martes de Pentecostés, en que sus reliquias son llevadas en procesión a la ermita de Santa María, donde vivió, y la gente visita los lugares santificados por su presencia. Una cantidad inmensa de medallas se acuña en su honor y se distribuye entre la muchedumbre, y se bendicen los pequeños hábitos cartujos, que tantos niños de la vecindad llevan. Se le invoca especialmente, y con éxito, para la liberación de los posesos.
Como escritor y fundador de una orden, San Bruno ocupa un puesto importante en la historia del Siglo XI. Compuso comentarios sobre los Salmos y las Epístolas de San Pablo, los primeros escritos probablemente durante su época de profesor en Reims, los segundos durante su estancia en la Gran Cartuja si podemos creer a un viejo manuscrito visto por Mabillon– «Explicit glosarius Brunonis heremitae super Epistolas B. Pauli».
Dos cartas suyas aún se conservan, también su profesión de fe, y una corta elegía de desprecio del mundo que muestra que cultivó la poesía. Los “Comentarios” nos descubren a un hombre ilustrado; sabe un poco de hebreo y griego y lo usa para explicar, o si es necesario, para rectificar la Vulgata; está familiarizado con los Padres, especialmente San Agustín y San Ambrosio, sus favoritos. “Su estilo”, dice Dom Rivet, “es conciso, claro, nervioso y simple, y su latín tan bueno como podría esperarse de ese siglo: sería difícil encontrar una composición de esta clase más sólida y más luminosa, más concisa y más clara”. Sus escritos se han publicado varias veces: en París, 1509-24; Colonia, 1611-40; Migne, Patrología Latina, CLII, CLIII, Montreuil-sur-Mer, 1891. La edición de París de 1524 y las de Colonia incluyen también algunos sermones y homilías que pueden ser más justamente atribuidos a San Bruno, obispo de Segni. El Prefacio de la Santísima Virgen le ha sido también erróneamente atribuido; es muy anterior, aunque puede haber contribuido a introducirlo en la liturgia. Lo distintivo de San Bruno como fundador de una orden fue que introdujo en la vida religiosa la forma mixta, o unión de los modos eremítico y cenobita del monasticismo, un estado intermedio entre la regla de la Camáldula y la de San Benito. No escribió regla, pero dejó tras sí dos instituciones que tenían poca relación una con la otra – la del Delfinado y la de Calabria. La fundación de Calabria, en cierto modo parecida a la de la Camáldula, comprendía dos clases de religiosos: ermitaños, que tenían la dirección de la orden, y cenobitas que no se sentían llamados a la vida solitaria; sólo duró un siglo, no erigió más que cinco casas, y finalmente, en 1191, se unió con la Orden Cisterciense. La fundación de Grenoble, más similar a la regla de San Benito, comprendía sólo una clase de religiosos, sujetos a una disciplina uniforme, y la mayor parte de cuya vida se pasaba en soledad, sin la completa exclusión, sin embargo, de la vida conventual. Esta vida se extendió por toda Europa, contó con 250 monasterios, y pese a muchas pruebas continua hasta ahora.
La gran figura de San Bruno ha sido representada a menudo por los artistas y ha inspirado más de una obra maestra: en escultura, por ejemplo, la gran estatua de Houdon, en Santa María de los Ángeles en Roma, “que hablaría si su regla no le obligara al silencio”; en pintura, el bello retrato de Zurbarán, en el Museo de Sevilla, que representa a Urbano II y San Bruno en conversación; la Aparición de la Santísima Virgen a San Bruno, de Guercino, en Bolonia; y por encima de todas las veintidós pinturas que forman la galería de San Bruno en el Museo del Louvre, “una obra maestra de Le Sueur y de la escuela francesa”.
AMBROSE MOUGEL Transcrito por Donald Jacob Uitvlugt Traducido por Francisco Vázquez
(Fuente: Enciclopedia Católica en aciprensa.com)