La realidad sigue siendo la misma: más de ochocientos mil muertos debido al manejo criminal de la pandemia del covid19; las víctimas de los delincuentes y cárteles de la droga superan los 180,000. Un pueblo adormecido con dádivas y engaños, no ha escuchado los lamentos de las familias ni el indescriptible dolor producido por los secuestros de gente inocente. El pueblo “bueno” no ha advertido los presagios de un narcoestado favorecido por el poder absoluto del crimen organizado y que apunta hacia una dictadura. De nada han valido los informes oficiales que aseguran un incremento en los feminicidios, ni el desastre ecológico o la falta de agua. ¡Nada! El mal ha inoculado su veneno y la serpiente, soberbia y arrogante, incuba sus huevos en lo pocos restos de una democracia que antes era esperanza de nuestro pueblo. Es doloroso contemplar cómo han sido premiados quienes, desde una riqueza inexplicable, seguirán pisoteándolo todo para destruir al Poder Judicial, al INE… y a México.
La realidad sigue siendo la misma y la presencia del mal en nuestro país es una realidad. Cuánta razón tenía San Paulo VI cuando, en la audiencia general del 15 de noviembre de 1972, profetizó que nos dejaríamos embaucar por la presencia tramposa y fétida del enemigo de nuestra humana naturaleza y decía: «¿Cuáles son hoy las necesidades mayores de la Iglesia? No les suene como simplista, o justamente como supersticiosa e irreal nuestra respuesta; una de las necesidades mayores es la defensa de aquel mal que llamamos demonio”. Si, aunque es por demás evidente que la luz de la fe nos impulsa a descubrir la belleza de la vida humana que, la creación, la obra de Dios, es una enorme manifestación de su sabiduría y de su poder, también es innegable la presencia del mal. Por más que creamos en nuestra redención, la de Cristo, de nuestra salvación, con sus tesoros estupendos de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada a nivel sobrenatural, de promesas eternas (cf Ef 1, 10), es, asimismo, cierto que el mal se ha enseñoreado de nuestra vida y de nuestras acciones».
Acepto que puedo ser yo quien ve esta realidad con una enorme sensación de tristeza, confusión y fracaso, pero, con todo lo que estamos constatando, ¿podemos vivir con alegría y esperanza el futuro que tenemos delante? ¿Realmente hemos sido valientes para rechazar el mal y celebrar la gloria de Dios desde la verdad y la lucha por la justicia? Aun cuando pueda parecer inútil e ingenuo, con San Paulo VI querría volver a plantear «¿Nada nos importan las deficiencias que existen en el mundo? ¿Los desajustes de las cosas respecto de nuestra existencia? ¿El dolor, la muerte, la maldad, la crueldad, el pecado; en una palabra, ¿el mal? ¿Y no vemos cuánto mal existe en el mundo? ¿Especialmente cuánto mal moral, es decir, simultáneo, si bien de distinta forma, contra el hombre y contra Dios? ¿No es este acaso un triste espectáculo, un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, justamente nosotros, seguidores del Verbo y cantores del Bien, nosotros creyentes, los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia del mal? Lo encontramos en el reino de la naturaleza, en el que sus innumerables manifestaciones nos parece que delatan un desorden.
Después lo encontramos en el ámbito humano, donde hallamos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte; y algo peor, una doble ley opuesta: una que desearía el bien, y otra, en cambio, orientada al mal; tormento que San Pablo pone en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la suerte de una gracia salvadora, es decir, de la salvación traída por Cristo (cf Rm 7) […]. Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, porque es separación de Dios fuente de la vida (Rm 5, 12); y, además, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el demonio […]. El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. El problema del mal, visto en su complejidad y en su absurdidad respecto de nuestra racionalidad unilateral se hace obsesionante: constituye la más fuerte dificultad para nuestra comprensión religiosa del cosmos».
No dejo de experimentar un profundo sentimiento de frustración y un amargo dolor al verificar -como decía la semana pasada- que algunos han arrojado al país en la trampa puesta por aquellos que San Pedro denuncia cuando proclama: «Son manantiales sin agua, bruma impulsada por una tormenta, para quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas. Pues hablando con arrogancia y vanidad, seducen mediante deseos carnales, por sensualidad, a los que hace poco escaparon de los que viven en el error. Les prometen libertad, mientras que ellos mismos son esclavos de la corrupción, pues uno es esclavo de aquello que lo ha vencido. Porque si después de haber escapado de las contaminaciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo son enredados en ellas y vencidos, su condición postrera viene a ser peor que la primera. Pues hubiera sido mejor para ellos no haber conocido el camino de la justicia, que, habiéndolo conocido, apartarse del santo mandamiento que les fue dado. Les ha sucedido a ellos según el proverbio verdadero: «El perro vuelve a su propio vómito» y «La puerca lavada, vuelve a revolcarse en el lodo»» (2 Pe 2, 18-22).
Domingo 16 de junio de 2024.