El riesgo de rechazar los valores fundantes de nuestra vida y, por lo tanto, de nuestra fe, es real. Es aterradora la constatación de que hemos llegado a un punto en el que todo es relativo y nos estamos acostumbrando a ser víctimas del señorío de la mediocridad, no sólo en que hacemos sino en lo que somos. Me parece que al no tener claro el reto de vivir como pensamos, nos hemos ya habituado a pensar como vivimos. Hemos perdido el sentido de pecado y, por lo tanto, el grado de confusión y relajación en el que vivimos es alarmante. Todo es posible con tal de obtener lo que deseamos, aun cuando esto sea la causa del dolor para muchos. El grado de fragilidad humana de nuestros jóvenes y su incapacidad para afrontar la frustración y el fracaso es escandaloso y, en gran parte, es debido al ambiente superficial que se respira en las familias, a la facilidad pasmosa con la que los matrimonios se divorcian; a la frivolidad con la que se separan sin hacer el mínimo esfuerzo por conocerse, aceptarse, perdonarse y luchar.
Es verdad que nunca ha sido fácil la convivencia entre nosotros pero esta realidad se ha agudizado porque no estamos dispuestos a afrontar nada que pueda significar el más mínimo sacrificio, ascesis o la abnegación de nuestro propio querer e interés. Cada vez es más evidente un espiral de activismo frenético que enmascara la tentación con apariencia de bien al pretender que solo el dinero y los bienes materiales nos dan la felicidad y la paz. Esta inercia nos empuja a situaciones de minimalismo en acciones, compromisos y decisiones que podrían fortalecer lo que en realidad somos, nuestra identidad y vocación personal. Al final, nos conformamos con una vida vivida a medias con el mínimo esfuerzo, siempre tensos y angustiados al constatar que nada nos satisface, nada nos llena de un gozo auténtico, nos aísla de los demás y nos vacía de nosotros mismos.
Son muchas las personas que apenas cumplen con los mínimos deberes en su trabajo; cada vez mayor la espantosa plaga de profesores ignorantes e ideologizados que siguen asesinando el futuro de niños y jóvenes por no asumir el reto de prepararse, cumplir con su misión y permitir ser evaluados. Médicos que lucran con el dolor ajeno y se enriquecen a costa de la pobreza de quien tiene la desgracia de caer en sus manos. Sacerdotes que no cumplimos nuestras promesas y escandalizamos al pueblo con nuestras continuas faltas a la pobreza, la castidad y la obediencia. Abogados que, en contubernio con el poder y el dinero fácil, son cómplices de tanto asesino y sinvergüenza que sale de la cárcel -o jamás entra en ella- por chapuzas de gobiernos corruptos. La ley del menor esfuerzo es también una manifestación típica de la acidia y, por supuesto, llega a aniquilar el futuro y la esperanza de muchos. Lo que hacemos se caracteriza por el “pues ya ni modo”, “ahí se va”, “¿para qué me preparo mejor si de todos modos me van a consentir con los programas sociales?”
También es posible que, sin llegar al extremo de manifestaciones estructurales como las mencionadas, este tumor en nuestra forma de ser se hace presente en nuestro continuo mal humor: todo nos pesa, todo nos parece excesivo, nada nos parece justo, los demás son siempre culpables de la mediocridad con la que vivimos o enfrentamos los resultados de nuestras propias decisiones. Algunas situaciones que en otros momentos de nuestra vida eran significativas, forman parte de un pasado que ya no nos exige porque nos hemos acostumbrado a la indolencia que embrutece, y, obviamente, todo nos parece cuesta arriba y difícil de lograr. Para salir de esta situación sería conveniente -más aún, urgente- que discernamos las intenciones con las que llevamos a cabo nuestros compromisos, la profesionalidad con la que desempeñamos nuestro trabajo, la seriedad con la que se forman a los hijos para que tengan, realmente, un futuro mejor.
Se trata de analizar si hacemos el bien por él mismo o lo instrumentalizamos en razón de objetivos egoístas. Es preciso que intentemos una vida discernida para vivir a tope según la vocación personal elegida libremente. Nuestro egoísmo, que no es otra cosa sino el enamoramiento de nosotros mismos y todo lo que hacemos individual y aisladamente, ha llevado a este país a decisiones dolorosas e insufribles de las que, seguramente nos arrepentiremos con el tiempo. Ya es hora de que dejemos atrás nuestra apatía y fortalezcamos la esperanza en un futuro mejor para todos. Muy lamentablemente los gobiernos, seguirán abusando de la confianza de un pueblo indolente que no exige respeto y el fin de la impunidad y la corrupción, el engaño y la manipulación. Necesitamos reaccionar para que no asumamos que es normal que a narcotraficantes y delincuentes les vaya mejor que a quienes han optado por una vida honrada y del fruto de su trabajo. El desaliento asesina la esperanza y sin ella jamás podremos vivir con tranquilidad, más aún, fortaleceremos nuestros complejos y la baja autoestima que tanto mal nos han hecho como pueblo mexicano. De nosotros depende que nos decidamos a actuar seria y responsablemente de modo que superemos la costumbre de vivir siempre agachados y derrotados.
Domingo 4 de agosto de 2024.