Se apareció de la noche a la mañana, así, literal. Alguno de los que ahí morábamos debió haberlo conocido de antemano ya que con familiaridad nos espetó: -es el “Rafles”-.
Debió haber sido el año de 1969, cuando los vagos que asistíamos en la esquina de López Rayón y Dr. Verduzco, nos posesionábamos de la banqueta que servía de acceso al billar y baños del “jefe”, don José Higareda a “tomar” el tierno sol del invierno de aquel año, la mayoría andábamos entre los 14 a los l7 años.
El “Panchillo”, “El Esquimo”, “El Guerillo”, Chuche el “Chingatres”, Cuco “El Chingalamadre”, “El Chinillo”, Panchillo “El Policía”, el “Sinsangre”, Alejandro el hijo del sastre, el “Cacaceno”, Cacho, Jorge “el soldador”, los “neveros” “el Chachamol”, “La Ciencia”, el “Chivirico” y una pléyade más de amigos sin oficio ni beneficio.
El contraste lo hacía la tienda de don José Chávez a la que asistían los mayores que nosotros: La “Calandría” quien era reporte gráfico, el Chinampo, el “Megomeo”, el “Nico”, el “Cántaro”, “El “Chatillo”, “Guty”, “El Morao”, “La Gorda”, Chano, Che y Chava los “birrieros” y un sinfín más de los que ya la memoria no quiere o no puede recordar. En esa tienda se vendía cerveza y “toros prietos” (alcohol con refresco de cola) y como botana unas deliciosas papas en vinagre.
Pues bien, El Rafles, nos saludó a todos con el -“Carnalitos”, aquí voy a andar un rato, porque no sé si me voy a regresar al DF a la escuela, o a ver qué onda agarro por acá-. Era alto, fornido, no mal parecido, con un gusto extraordinario por la “mariguana” y por las “pingas”. Nos narraba las peripecias que había vivido en el Distrito Federal; de cómo molestaban a la “chota” capitalina y los “varos” que ofrecían cuando lograban aprenderlos y los trasladaban a la delegación donde habían molestado a los vecinos de la demarcación.
Se integró al grupo rápidamente y más con los que tenían ya alguno acceso a la prisión por dedicarse al robo o al consumo de las drogas que ya mencionamos anteriormente.
Ese proceso de integración y el inmisericorde consumo de las drogas fue mermando poco a poco sus destrezas físicas y psicológicas, aquel cuate que había llegado al barrio se diluía rápidamente. Se iba convirtiendo en un guiñapo, salvo cuando se abstenía del consumo de la droga se volvía jocos, platicador, respetuoso, aunque nos cambiaba los nombres o apodos.
Excluido de la convivencia barrial, buscó en el ingreso a las iglesias de la localidad un intimismo especial: platicar con las imágenes religiosas. Así en una ocasión en la Purísima se puso a discutir con la imagen de San Miguel Arcángel por “aprovechado” ya que al estar tirado Satanás en el piso, le parecía inconcebible que San Miguel le siguiera amenazando con la espada.
Poco antes de su misterioso fallecimiento lo encontré en profundo diálogo con el Sagrado Corazón de Jesús en El Carmen, descalzo y con los pies sobre la primera banca y aspirando una bolsa de plástico con cemento de zapatero, le comentaba a la religiosa imagen: -“No seas cabrón, carnal, hazme el paro, ya no deseo continuar con esta paupérrima existencia; ya me duele todo mi cuerpo, ve mis llagas, parecidas a las tuyas, y se tocaba las magulladuras de su herido cuerpo-, al notar mi presencia volteó y me dijo: -Mario, qué milagro, hace un buen que no te veía, déjame darte un abrazo y al abrazarme, en supuesto secreto, bajando la voz me dijo, pásame un tostón para un virote, al otorgarle yo unas monedas, se alegró y volteando hacia la imagen de Jesús, comentó: -“este cuate ya me alivianó”.
Fue la última vez que vi a Rafael Vargas Martínez, el famosísimo “Rafles” zamorano.