La defensa de aquél mal que llamamos demonio

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

         Este día celebramos a San Miguel Arcángel (¿Quién como Dios?), protector de la Iglesia y encargado de frustrar las intenciones y trampas de lucifer o satanás, uno de los ángeles caídos (Apocalipsis 12,7). Por eso, en el arte se le representa como un ángel con armadura de general romano, amenazando con una lanza o una espada a un demonio o a un dragón. También suele ser representado pesando las almas en la balanza, pues según la tradición, él tomaría parte en el juicio final. Es un hecho que muchos niegan la acción extraordinaria del maligno enemigo. No obstante, no podemos ignorar, que en los Evangelios es común observar a Jesús que se enfrenta directamente con algunos espíritus demoníacos que atormentaban a las personas y les ordena que las dejen en paz mediante una acción incuestionable de exorcismo. Jesús mismo revela el significado y la importancia fundamental de los exorcismos cuando afirma: “Pero si Yo por el dedo de Dios echo fuera los demonios, entonces el reino de Dios ha llegado a ustedes” (Lc 11,20). Con estas palabras, afirma que su actividad de expulsar los demonios es una señal inequívoca de la llegada del Reino de Dios entre los hombres, así como de su misericordia que puede ser acogida por los hombres, a diferencia de los demonios que la han rechazado definitivamente (Sínodo de Constantinopla 543).

         A este propósito, el número 393 del Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado” porque, según San Juan Damasceno: “no hay arrepentimiento para ellos después de la caída, como no hay arrepentimiento para los hombres después de la muerte” (f.o. 2, 4: PG 94, 877C). En los Evangelios, más allá de la descripción de los exorcismos realizados por Jesús, se nos indica que Él confiere el poder y el mandato que ha comunicado a la Iglesia de expulsar los demonios en su Nombre. No obstante, los exorcismos, no se dirigen contra la acción ordinaria de los demonios que es la tentación, es decir, la acción que viene neutralizada a través de los medios ordinarios de la gracia, sino que son dirigidos contra una actividad mucho más especializada que generalmente el demonio puede realizar cuando el hombre, o se deja seducir de algunas situaciones contra Dios, como pudieran ser las prácticas esotéricas, mágicas, ocultas, o es víctima de lo que en el lenguaje teológico y en el Ritual de los exorcismos y oraciones por circunstancias particulares es definido como “fenómenos diabólicos extraordinarios de la posesión, la obsesión, la vejación y la infestación”.

         Se llaman fenómenos diabólicos extraordinarios porque tienen una peculiaridad muy especial porque, a pesar de que tienen confines muy precisos, no siempre son fácilmente identificables y se confunden con una serie de trastornos patológicos –psicológicos o psiquiátricos- de muy diversa naturaleza y gravedad. Quienes niegan la acción extraordinaria del enemigo de nuestra naturaleza humana -entre ellos, algunos sacerdotes-, ponen en evidencia que su escepticismo u oposición no es sino la manifestación de una clara ignorancia del modo como la Iglesia se ha manifestado para enfrentar la acción del mal. Si se trata de sacerdotes, son aquellos que no saben -o no quieren- escuchar el sufrimiento de las personas que necesitan ayuda y no quieren acudir a algunos profesionales que niegan la influencia y la acción del maligno. Mucho más allá de la idea del mal que cada uno de nosotros pudiera tener, no podemos, ni debemos, ignorar el sufrimiento de muchos hermanos que no alcanzan a entender lo que les pasa y, para colmo, no encuentran a nadie que les pueda ayudar en su desesperación y angustia.

         Es conveniente recordar lo que el Papa San Pablo VI declaró en la Audiencia General del miércoles 15 de noviembre de 1972, cuando expresó enfáticamente:  « ¿Cuáles son hoy las necesidades mayores de la Iglesia? No os suene como simplista, o justamente como supersticiosa e irreal nuestra respuesta; una de las necesidades mayores es la defensa de aquél mal que llamamos demonio. Antes de aclarar nuestro pensamiento, invitamos al vuestro a que se abra a la luz de la fe sobre la visión de la vida humana, visión que, desde este observatorio, se extiende extraordinariamente y penetra en profundidades singulares. Y verdaderamente el cuadro que estamos invitados a contemplar con realismo global es muy hermoso. Es el cuadro de la creación, la obra de Dios, que Dios mismo, como espejo exterior de su sabiduría y de su poder, admiró en su belleza sustancial (cf. Gn 1, 10, etc.). Luego es muy interesante el cuadro de la historia dramática de la humanidad, de cuya historia emerge la de la redención, la de Cristo, de nuestra salvación, con sus tesoros estupendos de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada a nivel sobrenatural, de promesas eternas (cf. Ef 1, 10).

         Sabiendo mirar este cuadro, necesariamente debemos sentirnos encantados (cf. San Agustín, Soliloquios); todo tiene un sentido, todo tiene un fin, todo tiene un orden y todo permite vislumbrar una Presencia trascendente, un Pensamiento, una Vida y, finalmente, un Amor, de suerte que el universo, por lo que es y por lo que no es, se presenta a nosotros como una preparación entusiasmante y embriagadora para algo todavía más bello y todavía más perfecto (cf. 1Co 2, 9; 13, 12; Rm 8, 19-23). La visión cristiana del cosmos y de la vida es, por tanto, triunfalmente optimista; y esta visión justifica nuestra alegría y nuestra gratitud de vivir con las que, al celebrar la gloria de Dios, cantamos nuestra fidelidad (cf. el Gloria de la Misa)».

Domingo 29 de septiembre de 2024.

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