La semana pasada atestiguamos la miseria política del país. Lo vimos en directo, transmitida por las redes sociales y el canal del congreso.
Ese día murió la división de poderes y, por tanto, murió la democracia mexicana.
Todos fueron responsables y todos culpables.
La clase política mexicana demostró, desnuda, su lugar de nacimiento: Lilliput.
Vimos una mayoría abusiva y demagoga. De haber ganado una elección mediante el voto mayoritario de quienes acudieron a las urnas —40% no lo hizo— utilizó las evidentes deficiencias constitucionales que se habían usado por años, para obtener una súper mayoría, cuya magnitud jamás se había visto.
Esa ficción la bendijo, ojo, el INE y un tribunal.
Pero no bastaba.
Necesitaban, con urgencia, 4 votos más en el senado.
¿Por qué la urgencia? Porque habían recibido una orden del ejecutivo: la reforma judicial debía darse, y debía darse pronto para celebrar el 16 de septiembre el regreso de la autocracia.
Para cumplir con el capricho, el oficialismo se exhibió en su peor faceta. En su discurso, la reforma urgía para acabar en los tribunales la corrupción, la impunidad y el nepotismo.
Para aprobarla, la mayoría recurrió justo a la corrupción, la impunidad y el nepotismo.
Compró dos votos del PRD. Extendió impunidad a otros dos senadores. Y el voto definitorio lo cantaron padre e hijo. Ahí no más.
Para consumar la faena, se recurrió a todo: la extorsión, la amenaza, el cochupo. Vaya, hasta el amago de cambiar la matemática.
Las oposiciones demostraron su pequeñez. El PRD entregó sus dos únicos representantes en el Senado a la mayoría. El PAN confesó, otra vez, sus arreglos que lo tienen secuestrado y en vías de extinción. MC, tras el fracaso de la política de la banalidad, montó una farsa para esconder que uno de los suyos había desaparecido. El PRI se mantuvo firme, pero al día siguiente el INE declaró nula la elección de su dirigente, por hacer una reforma a modo para su perpetuación.
La presidenta de la SCJN esperó a la víspera de la decapitación para presentar una reforma alternativa que, quizá, hubiera abierto un camino paralelo de debate de haberse presentado hace meses. Jueces dispararon amparos en un exceso conocido en el mundo desarrollado como “revisión judicial legislativa”, sumamente criticada, en donde los jueces tratan de imponer al poder legislativo asuntos sobre los que pueden o no legislar.
Una vez consumada la aprobación, en horas los gobiernos estatales del oficialismo detonaron en sus congresos la ratificación de una reforma toral para el país. Literal: en horas. El federalismo confirmó su muerte también.
Los medios abrieron gustosos los espacios, al día siguiente, a un ¡senador suplente¡ para, defensor de oficio, alegar por el voto que no ejerció.
La clase política mexicana pertenece, salvo honrosas excepciones, a los desechos de la sociedad.
Lo salvable de estos días fue el activismo de la sociedad civil, los trabajadores y, sobre todo, los jóvenes. Con esa base y los cuadros decentes de las oposiciones y el oficialismo, que los hay, habrá que germinar una nueva clase política.
Vendrán tiempos difíciles. La tercera democracia murió. Ya no hay ni contrapesos, ni representación simétrica, ni división de poderes.
Estamos en el desamparo. La tendencia democrática de proteger los derechos ciudadanos es impidiendo la politización de los tribunales. Aquí se ha hecho lo contrario.
Estamos desamparados. Ahora sí se hace realidad la máxima del presidente que se va: no me vengan con que la ley es la ley. Reina hoy José Alfredo: mi palabra es la ley.
Reconstruir al país llevará mucho tiempo.
Y a ver si se puede.
@fvazquezriga
(El Universal)