Jordi Corominas
Sant Julià de Lòria, Andorra
Toda colonización ha intentado siempre, con diferentes estrategias, subsumir al otro, integrarlo en la propia cultura y aniquilar su diferencia. La esclavización de los africanos, la conquista y el genocidio de los indígenas de América, la colonización de asiáticos, sólo han sido posibles gracias a la negación de su “humanidad” y el desprecio de su lengua, su cultura, su sexualidad y su religión o sistema de creencias. No es una cuestión del pasado. Iglesias neo-pentecostales y de vertiente fundamentalista llevan a cabo hoy conversiones en masa de grupos indígenas sin importar los medios: castigos, exilio de su hábitat natural, apropiación de sus tierras, introducción del alcohol, prostitución de las mujeres, culpabilización (se han llegado a producir traducciones de la biblia a una determinada lengua aborigen en la que se escribe que son ellos los que han crucificado a Cristo). Norman Lewis (Misioneros. Dios contra los indios, 1998) reseña estas estrategias y las pavorosas masacres perpetradas desde 1970, entre otros grupos, por la Misión Nuevas Tribus (MNT), un grupo transnacional de misioneros cristianos evangélicos que se propone la evangelización y contacto con naciones indígenas en situación de aislamiento en América, Asia y África, y que colabora con gobiernos dictatoriales.
Cuando el colonizador denuncia esta estrategia de terror y de negación del otro suele sustituirla por una estrategia de asimilación. Se reconoce a los nativos, al menos formalmente, como personas con igualdad de derechos, pero se les trata como niños, como quien sabe, mejor que ellos mismos, que les beneficia y que no, y se les asimila forzadamente a través de un imperialismo económico que tiene en los misioneros su brazo educativo, religioso y cultural. Y cuando estas misiones no son directamente ni 86 musulmanas ni cristianas es frecuente encontrarse con sus sustitutos laicos: ONG’s de países ricos que mantienen la misma actitud paternalista y asistencialista y que prescinden de la cultura autóctona, el modo de vida y la voluntad de los asimilados.
Sin embargo, y es justo destacarlo, ha habido y sigue habiendo “misioneros” como Pedro Casaldáliga en Brasil o Xavier Albó en Bolivia que en lugar de cristianizar indios se dedican a defender su identidad, sus creencias y tradiciones, su lengua, su derecho a sus tierras y a su autodeterminación. Más que de “misioneros” en el sentido de un grupo especializado en transmitir unos valores y una cultura foránea, se trata de personas que nos dan testimonio de la “misión” de todo cristiano en cualquier lugar que habite: la de involucrarse con el ser humano en toda su corporalidad (biológica, cultural, lingüística, etc.) respetando siempre su singularidad y libertad. Pedro defendía una ley que prohibiera la visita de los “misioneros” a los pueblos indígenas precisamente para no derrumbar su modo de vida y para evitar su asimilación cultural. No dudó en esta lucha en poner su propia vida en juego ante los latifundistas que, mientras querían que estuviera a su lado ofreciéndole bellas iglesias y su trato de favor, fomentaban matanzas de indios a cargo de pistoleros a sueldo para apropiarse de sus tierras.
Cuando viajé a Sao Félix a visitar a Pedro tuve ocasión de acercarme a un poblado de los indígenas Karajá. Se había conseguido que no hubiera “misioneros” entre ellos a fin precisamente de no alterar el frágil equilibrio de su cultura y forma de vida. Pero cuál fue mi sorpresa al ver que en, del que difícilmente podrán evitar el contagio y que, además, seduce desde el primer momento. Se trata de la inteligencia artificial capaz de saltarse automáticamente toda resistencia y de administrar y explotar comercialmente hasta el último detalle de la existencia de cada cual.
Esta Inteligencia Artificial nos va desposeyendo de nuestras facultades (el GPS nos orienta en ruta, Tinder nos busca pareja, Google nos facilita información, GPT nos escribe los artículos, WhatsApp sustituye la conversación personal, Amazon nos dice que comprar y un largo etc.) hasta atrofiarlas provocando desatención, complacencia acrítica, disminución de la memoria, desactivación del razonamiento profundo, pérdida de los hábitos que nos empoderan y dificultad para crear otros nuevos. La colonización de las mentes y los cuerpos a través de la IA es mucho más rápida, total y efectiva que la de los misioneros. Programando nuestros ordenadores estos nos acaban “programando” a nosotros y homogeneizando nuestros gustos y necesidades. “La internet de las cosas” también acaba reduciéndonos a nosotros a cosa, a mera “extensión” de la IA. Y todo ello con nuestra anuencia y entusiasmo como en el mejor sueño de los “misioneros”. Parece, por tanto, que la destrucción de las culturas tradicionales indígenas está servida como lo está la destrucción de muchos trabajos humanos sustituidos ahora por el desarrollo de la inteligencia artificial.
Es obvio que los sistemas de inteligencia artificial no se construyen ni se despliegan por sí mismos, sino que son el resultado de un conjunto de decisiones tomadas por personas, desde los expertos en IA que identifican los problemas a resolver y desarrollan los algoritmos, hasta los inversores que deciden las aplicaciones a financiar y quienes las van a desplegar y cómo. Al concentrarse estas capacidades para crear y desplegar la IA en expertos e inversores con una visión occidental del mundo (westeners que dicen en Estados Unidos), sus decisiones están sesgadas y si ya no tienen para nada en cuenta las necesidades, preferencias y objetivos de millones de westeners mucho menos les incumben las de personas de otras pueblos, naciones, culturas y etnias no occidentales.
Todas las culturas, con sus sistemas de creencias, religiones y espiritualidades, son ambiguas y contienen tanto elementos nocivos como humanizantes. Para resistir a la colonización, además de intentar comprender mínimamente lo que está en juego con el desarrollo de la Inteligencia artificial y la llamada revolución digital, es necesario desarrollar una teoría crítica que tome en cuenta la historia, los poderes mundiales cuyos efectos abarcan todo el planeta (también afectan, aunque solo sea por el efecto ecológico del modo de vida de los ricos, a las pocas culturas indígenas sin contacto con los estados), y exigen, por tanto, relaciones de justicia mundiales y no sólo éticas o voluntarias y, a su vez, una teoría que tome en cuenta las variables de ‘clase social’, ‘cultura/etnia’ (local, regional, nacional, etc.) y ‘género’, sin privilegiar alguna de ellas y subsumir las demás (que es lo habitual de la mayoría de teorías) porque todos estas dimensiones forman sistema, nos vertebran a todos y están abiertas a un cierto margen de libertad. Sin duda, un planteamiento de este tipo nos sitúa ante continuos dilemas: ¿Debo apoyar y defender, por ejemplo, culturas diferentes a la mía que mantienen estructuras patriarcales? ¿Debo evitar introducir la medicina moderna en culturas chamánicas? Etc. Pero de nada sirve la simplificación y mucho menos el miedo, la desesperanza o la credulidad tecnocientífica.
Desde luego es dificilísimo, aún con una buena teoría que oriente la acción humana y los algoritmos de la IA, descolonizarnos, transformar el mundo en beneficio de la mayoría de la humanidad y de minorías como las de los pueblos indígenas que todavía sobreviven, pero en ningún lugar está escrito que no podamos cambiar los algoritmos que conforman la IA, que no podamos regularla democráticamente o hacer que deje de beneficiar exclusivamente a una minoría y que proteja a las culturas más frágiles y con menos poder. Para ello hay que descolonizar todo el proceso de la Inteligencia Artificial empezando por decidir democráticamente los problemas a resolver y que sistemas de IA hay que financiar y desplegar.
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