Con tu llegada, Presidenta Claudia, comienza en nuestra Patria una nueva etapa. Mujer de izquierda, científica, de ascendencia judía, no atea, agnóstica (no ves razones concluyentes para afirmar o negar la existencia de Dios). Quizá por eso no miras con demasiado interés la fe del mexicano. Tampoco con gran aprecio a la Iglesia. Optas por los datos duros. Lo que no es novedad. Ya desde pasada la Edad Media, cuando comenzaron a dispararse los avances tecnológicos y los hallazgos científicos, surgió una distancia aparentemente insalvable entre el mundo tangible y cuantificable, y entre el mundo teológico.
Del eterno discurrir, propio de la racionalidad, la observación metódica de los fenómenos y el descubrimiento de las causas que en determinadas circunstancias los provocan, devino la capacidad de inducir leyes, no sólo ampliando y multiplicando los campos de la ciencia, sino provocando otro fenómeno: la ciencia y su tecnología fueron evolucionado sin necesidad de lo divino ni de lo trascendente. Tanto, que esas ideas, dominadas bajo narrativas religiosas, comenzaron a tomarse como obstáculos para el desarrollo: “más ciencia, menos fe; más fe, menos ciencia”. Surgió así esta narrativa: la Edad Media -en la que la Iglesia predominaba- obstaculizó el desarrollo científico de la civilización occidental, (pasando de lado que la salvaguardia y la transmisión de los conocimientos se debió al trabajo de hombres de fe: filósofos y teólogos, monjes y clérigos. De hecho, esa distancia toral, esa supuesta oposición entre religión y ciencia, terminó por radicalizarse hasta alcanzar posiciones fundamentalistas, protagonizadas hoy en día por una indolente y bizarra secularización occidental que proscribe la moral, la ética y la espiritualidad del espacio público, en descrédito de la reflexión teológica y en la desnaturalización de la religión cristiana…
Suponer una oposición irreductible entre religión y ciencia conduce inevitablemente al fundamentalismo como una exigencia intransigente de sometimiento o a la literalidad de una doctrina o a un conjunto de conocimientos sistemáticamente estructurados obtenidos mediante la observación y el razonamiento.
Lo que suele conducir a una falsa disyuntiva, porque, aunque la fe, pilar de la religión, no se puede fundamentar, puesto que no es racional, sino sólo justificar; con todo, tampoco antirracional, como lo pretendiera Tertuliano (160-220) y como lo siguen pretendiendo no pocos agnósticos y ateos. Se trata, por desgracia, de una ambivalencia aún no superada, sobre todo porque no hay motivo en realidad para que en pro de la humanidad no podamos converger cristianos y agnósticos, hombres de fe y hombres de ciencia que carecen de fe. De hecho, fe y ciencia no solo se complementan, sino que se necesitan. Por un lado, no resulta aventurado aseverar que, gracias a ateos como Marx, Nietzsche y Freud, el cristianismo terminó siendo capaz, como lo fue tras Copérnico (1473-1553) y Galileo (1564-1642), de iluminar y corregir sus postulados a la luz de la ciencia. Más aún, si no es posible escribir la historia de la religión cristiana sin considerar su interrelación con la ciencia, tampoco es posible escribir la historia de la ciencia occidental al margen de la religión.
Lo que me remite al inicio: como mujer de ciencia, porque las creencias son inevitables, a ti, nuestra presidenta, te queda la tarea de emprender un diálogo con tus ciudadanos de fe, en particular, con la Iglesia. Ten, por favor, presente que la caótica situación del México actual ha devenido por la falta de valores orientadores y por la impugnación no sólo de la fe sino de la razón misma, terminando por rechazar la concepción humanista del hombre. Al final, del paso de la ciencia -centrada en cómo es la realidad- a la fe -iluminadora de su significado- sólo hay un pequeño, pero necesarísimo trecho.