La actitud que han tomado los trabajadores del poder judicial es entendible, mas no razonable. Están defendiendo los privilegios a que se acostumbraron a través del tiempo, fraguaron un poder alejado de lo que decían defender. Todos fuimos presa de un poder que, engallado, se pronunciaba en contra de la JUSTICIA, así con mayúscula. La justicia se vendía al mejor postor.
Jueces, magistrados y el séquito que los acompañó desde que Ernesto Zedillo disolvió la institución judicial y la moldeó a su antojo. Hicieron de su labor un rico botín el cual se negaron a compartir fuera de sus familiares. Por cierto, en la disolución zedillista ninguno de ellos se atrevió a denunciar el atropello.
Hoy, en claro desprecio al civismo más primitivo, lanzan una ofensiva irracional en contra de lo que el pueblo ha decidido: buscar que el poder judicial responda a los requerimientos de una sociedad que clama por justicia; por aquella que no se venda al poder económico o al poder trasnacional.
Confiamos en que a partir de que le reforma se aplique, los cuerpos policiacos de los diversos niveles dejen de preocuparse porque los delincuentes liberados salgan y ajusten cuentas con ellos y sus familiares por el simple hecho de cumplir con su obligación: otorgar seguridad a la ciudadanía.
La confianza de que con la reforma judicial se puedan rescatar los bienes que le corresponden a todos los mexicanos y que fueron transferidos, en nombre de la justicia, a manos de particulares y de cabilderos de las grandes empresas trasnacionales.
Esta confianza se deberá reflejar en cuanto se emita la convocatoria para las elecciones de poder judicial, para salir a votar por quienes consideremos probos y que defenderán el concepto de justicia, aun y que con esa defensa sufran los aspavientos de venganza que suelen afrontar.
Los ciudadanos tenemos la obligación de darnos la justicia por la que siempre hemos luchado desde diferentes trincheras y que merecemos.