Ninguna crisis debe inquietarnos y asustarnos

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Cuando nos damos cuenta de la dramática situación que vive nuestro país y el mundo; si asumimos la complejidad eclesial de nuestro tiempo, surge una pregunta lastimosa: ¿es realmente posible sustentar la esperanza cristiana? ¿Podemos esperar en la acción de Dios o se ha olvidado ya de nosotros? Cuanto más reflexionamos sobre esta virtud, es mucho más difícil definirla y, lo que es peor, creer en ella. Sin embargo, como afirmaba el Cardenal Martini, la esperanza es como un volcán dentro de nosotros, como un manantial secreto que brota en nuestros corazones, como una fortísima energía que estalla en lo más profundo de nuestras almas; nos envuelve como un vórtice divino en el que estamos insertos, por la gracia de Dios. Intentaré explicar su significado a través de tesis que iluminan la oscuridad y animan a creer y esperar.

La primera compara la esperanza cristiana con las esperanzas del mundo. Porque la esperanza es un fenómeno universal, que se encuentra allí donde hay humanidad, un fenómeno que consta de tres elementos: la plena tensión de la espera hacia el futuro; la confianza en que ese futuro se realizará; la paciencia y la perseverancia en la espera. La vida humana es inconcebible sin tensión hacia el futuro, sin planes, programas, expectativas, sin paciencia y perseverancia. Pero también está entretejida de decepciones y, por tanto, impregnada de esperanza y también de desesperanza. No podríamos seguir viviendo y esperando, después de la muerte de un ser querido, de un fracaso o de una calumnia. Esa fuerza es la que nos sostiene y levanta, a pesar de todo y de todos. De aquí que la esperanza cristiana sea algo de todo eso, y sea distinta de todo eso: es diversa de toda forma que el mundo llama esperanza, porque nos lanza a esperar en Dios, aun cuando no lo vemos, ni lo sentimos, ni creemos que camina a nuestro lado.

La esperanza cristiana viene de Dios; es una virtud teologal cuyo origen no es terreno. No nace de nuestra vida, de nuestros cálculos, de nuestras previsiones, de nuestras estadísticas o encuestas, sino que nos viene dada por el Señor. A menudo olvidamos esta verdad y consideramos la esperanza cristiana como «algo más», añadido a otras cosas. Por eso, esperar es vivir totalmente abandonados en los brazos de Dios, que genera en nosotros la virtud, la alimenta, la acrecienta, la conforta. Mientras que la primera tesis comparaba la esperanza cristiana con las esperanzas de este mundo, afirmando que en cierto modo es igual a las demás, pero también diferente, la segunda tesis nos da la razón de la diferencia: la esperanza viene sólo de Dios, se funda en su fidelidad. Debemos comprender entonces cuál es el contenido, el objeto de la esperanza cristiana.

Sabemos que, siendo una virtud divina, nos hace partícipes de la vida de Dios, es un misterio inefable, inimaginable, inexplicable. San Pablo la explica así: «Lo que se espera, si se ve, ya no es esperanza; pues lo que ya se ve, ¿cómo podría esperarse todavía?» (Rom 8,24). En otra carta afirma que «nunca el corazón humano ha podido gustar lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co 2,9): nunca el corazón ha podido gustar, por tanto, ni siquiera nuestro corazón, que es el centro de nosotros mismos. La esperanza es un instrumento cognoscitivo de extraordinaria previsión, agudeza, lucidez. Ni siquiera nuestro corazón puede comprender, con todos sus sueños, aspiraciones y deseos, ese bien sin límites que Dios nos prepara, que es el objeto de nuestra esperanza: algo que está más allá de toda expectativa y de todo deseo, aunque los colme y los llene de un modo indescriptible. El contenido de la esperanza cristiana es aquello con lo que Dios nos colma y nos colmará, si confiamos totalmente en Él.

Sin embargo, la esperanza cristiana tiene como objeto un término, un punto de referencia: mira a Jesucristo y a su retorno. Apunta a éste, porque lo que Dios nos prepara, en su amor infinito, no es una incógnita: ¡es Jesús, el Señor de la gloria! Esperamos encontrarnos plenamente con Jesús, expuesto en todo su poder divino de Crucificado-Resucitado, con cada uno de nosotros, con la Iglesia, y nos haga entrar en su gloria de Hijo junto al Padre: será el reino de Dios, la Jerusalén celestial, la vida en Dios. Nuestra esperanza es que viviremos siempre con Él, estaremos con Él, nuestro amor, y Él estará con nosotros y nuestros seres queridos que ya se han ido; estaremos, como hijos en el Hijo, eternamente en la gloria del Padre, en la plenitud del don del Espíritu. ¡Este es el significado auténtico de la esperanza cristiana!

Debemos, sin embargo, hacer una aclaración importante. El regreso de Jesús, que esperamos, es también un juicio. Es necesario subrayarlo en estos días en que tanto se habla de justicia y de crisis. La manifestación de Cristo Jesús será también un juicio, una «crisis» en el sentido original de la palabra griega, que significa «juicio». Cuando Cristo aparezca, en la hora querida por el Padre, se producirá la decisión final sobre su vida para cada hombre, será para cada uno de nosotros y para toda la humanidad el momento crítico, la crisis por excelencia, el juicio final. En nuestra vida terrena y en la vida de nuestras sociedades hay a menudo crisis, grandes o pequeñas, personales o familiares, económicas, sociales, políticas, coyunturales, estructurales. Pero todas estas crisis, aunque parezcan casi totales, siempre alcanzan sólo a una parte de la existencia humana y dejan intactos otros aspectos. No hay ninguna crisis verdaderamente total bajo el sol; y, por tanto, ninguna crisis debe inquietarnos, asustarnos, si no es en relación con la crisis provocada por la manifestación definitiva del Señor.

Domingo 27 de octubre de 2024.

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