P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
En varias ocasiones, en este mismo espacio, he compartido un sentimiento confuso y contradictorio que experimento ante la muerte, “mi eterna compañera”, como suelo llamarla. Es confuso porque nunca me acostumbraré a ella ya que siempre que llama a mi puerta, me hiere como si fuese la vez primera. Es contradictorio, porque afirmo y predico que creo profundamente en la resurrección. Sin embargo, ¿por qué no puedo superar ese sentimiento que me atenaza y paraliza ante la incapacidad de aceptar que alguien querido se ha ido para siempre? Siempre he considerado el problema de la muerte, el significado de este acontecimiento, y me he preguntado si, efectivamente, creo que hay algo más allá del momento en que nuestros seres queridos se van para no volver jamás. He celebrado la Eucaristía varias veces en el lugar donde Cristo muerto descansó y desde donde resucitó. Todos los días, afirmo que vana es mi fe si no creo que Cristo vive. No obstante, no termino jamás de resolver la angustiosa pregunta: ¿qué se puede esperar después de la muerte?
Es aquí, precisamente donde interviene el tema de la esperanza pues concierne, en primer lugar, al momento dramático, sin retorno, que es la muerte y a esto se refiere la virtud, la fuerza de la esperanza. Es un hecho que nadie puede escapar al problema de la muerte, pero el modo de asumirla y enfrentarla, depende del modo en que he hemos fundamentado nuestra fe y esto abarca toda la existencia humana, el destino y las esperanzas de los pueblos y del mundo, entendido como pertenencia a la única raza humana. Todos, independientemente de la fe que confesemos -y quizá vivamos-, nos hacemos las mismas preguntas sobre ¿qué será de mí, de nosotros, de la humanidad, una vez que hayamos dado nuestro último suspiro? Todas nuestras interrogantes, nuestros miedos y nuestras dudas, tienen que ver con la esperanza, porque esperar es vivir, es dar sentido al presente, es caminar, es tener razones para seguir adelante. Aun cuando no la veamos, la esperanza sostiene el dolor de la separación y fortalece el deseo de seguir viviendo y creyendo, a pesar del ataúd, del cementerio o la cremación.
Ahora bien, como cristianos, debemos hacernos continuamente la pregunta, ¿de verdad tenemos esperanza? En nuestra familia, con nuestros amigos, cuando nos reunimos en torno a quien queremos y ya se ha ido, ¿tenemos esperanza en que nos volveremos a ver? ¿Tengo en mí la esperanza cristiana que me debería impulsar a vivir mejor, a perdonar y, tal vez, a no perder el tiempo en recordar la infinidad de pequeñeces y tonterías; los infinitos resentimientos o malos recuerdos del pasado que nos alejan los unos de los otros? ¿O es sólo una palabra que expresamos solamente en momentos, quizás en fechas especiales o determinados encuentros festivos cuando todo parece hermoso y donde -aparentemente- no hay problemas? ¿Vivo realmente desde una auténtica esperanza cristiana que me invita a despreciar la mediocridad, la mezquindad y me ofrece la oportunidad de vivir como si fuera el último día de mi existencia?
Creo que es imprescindible que tengamos el valor de responder con seriedad, sin miedo y con el deseo de reconocer que, tal vez, nuestra esperanza se reduce solamente a una tenue luz, a alguna enseñanza de nuestros padres y, aunque eso ya sería mucho, no nos da la fuerza suficiente para vivir intensamente lo que nos queda de vida, a pesar de todos los problemas y de todos aquellos que nos han hecho sufrir. Me ayuda mucho reflexionar en lo que ha afirmado Heinrich Schlier, un exegeta contemporáneo, quien, partiendo de San Pablo, describe los efectos de la falta de esperanza en el mundo, en estos términos: «Allí donde la vida humana no está enfocada hacia Dios, donde no está comprometida con su llamada y su invitación, nos esforzamos por superar la laxitud, el vacío y la tristeza que surgen de tal falta de esperanza». Y añade que los síntomas de la desesperanza son: «la verborrea de la charla vacía, la necesidad constante de discusión, la curiosidad insaciable, la dispersión desenfrenada en la multiplicidad del activismo frenético, en el desorden, el ruido, en la inquietud interior que me conduce a un exterior lleno de vacío y superficialidad».
Yo añadiría, la desesperanza nos conduce a la dependencia abusiva de las redes sociales, a las diversas formas de neurosis, la falta de calma, la inestabilidad de la decisión y el desprecio de los valores más fundamentales como la fidelidad a la palabra dada, el respeto a la familia fundada en la santidad del matrimonio o la consagración de nuestra vida que nos debían llevar a vivir la autenticidad del amor, aunque duela. Nos empuja a claudicar cuando llegan los problemas, la enfermedad, la falta de dinero o la mediocridad de creer que nuevas sensaciones podrán llenar un vacío que solamente una vida plenamente asumida podrá llenar, independientemente de cuál sea nuestra vocación.
Domingo 20 de octubre de 2024.