P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
En su visita a la Pontificia Universidad Gregoriana, el Santo Padre hizo alusión a los orígenes del Colegio Romano, cuando San Ignacio de Loyola no había decidido todavía que, uno de los apostolados de la naciente Compañía de Jesús, iba a ser el educativo, insistió que tenemos que aprender «a ser nosotros mismos, midiéndonos con los grandes pensamientos, según nuestras capacidades, sin atajos, que nos quitan la libertad de decidir, apagan la alegría del descubrimiento y nos privan de la posibilidad de equivocarnos. Es del error de donde aprendemos». Pidió que «la «gratuidad» inscrita en la puerta de la primera sede del Colegio Romano se actualice en «relaciones, métodos y objetivos» ya que, en efecto, es la gratuidad la que nos convierte a todos en «siervos sin señor». Es la gratuidad la que nos abre a las sorpresas de Dios, que es misericordia, liberándonos de la codicia. Es la gratuidad la que hace sabios y maestros virtuosos. Es gratuidad que educa sin manipular ni atar, que se alegra del crecimiento y alienta la imaginación. Es gratuidad que revela el ser del Misterio de Dios-Amor, ese Dios-Amor que es cercanía, compasión, ternura, que da siempre el primer paso, el primer paso hacia todos, sin excluir a nadie, en un mundo que siempre ha perdido el corazón».
Me parece muy importante el énfasis del Papa al mencionar que la permanencia y la evanescencia nos recuerdan que sólo el Evangelio prevalece. En esta sociedad sometida a la “dictadura del relativismo”, hace falta una universidad que tenga olor a «carne de pueblo», que no pisotee las diferencias en la ilusión de una unidad que sólo es homogeneidad, que no tenga miedo de la contaminación virtuosa y de la imaginación que reaviva lo que agoniza, añadió el Pontífice. Esta vez, Francisco, se inspiró en Francisco de Quevedo, poeta español del Siglo de Oro cuando, meditando sobre lo evanescente y lo permanente en la Ciudad Eterna, afirmó: «Sólo queda el Tíber, cuya corriente, si un día la bañó como una ciudad, hoy la llora con un sonido fúnebre. En Roma, de lo que creíamos invencible, sólo quedan ruinas, mientras que lo que está destinado a fluir, a pasar por el río, es precisamente lo que ha vencido al tiempo».
En opinión del Pontífice: «estos versos nos hacen pensar: a veces construimos monumentos con la esperanza de sobrevivir a nosotros mismos, dejando en la tierra huellas que creemos inmortales», recordando que, una vez más, como siempre, la lógica del Evangelio muestra su verdad: para ganar, hay que perder. Así pues, continuó: «¿Qué estamos dispuestos a perder ante los desafíos que se nos presentan? El mundo está en llamas, la locura de la guerra cubre toda esperanza con la sombra de la muerte», dijo, instando a todos a desarmar sus ideas y sus palabras. Debemos redescubrir el camino de una teología de la Encarnación que reavive la esperanza de una filosofía que sepa animar el deseo de tocar el borde del manto de Jesús, de llegar hasta la orilla del misterio». Abogó, asimismo, por una exégesis que abra los ojos del corazón, que sepa honrar la Palabra que crece en cada época con la vida de quienes la leen con fe.
Con el lenguaje de quien es consciente de, después de Jesucristo, él, como superior mayor de los jesuitas es quien da la misión, el Pontífice manifestó: «esta universidad debe generar una sabiduría que no puede nacer de ideas abstractas concebidas sólo en un escritorio, sino que mira y siente las dificultades de la historia concreta, que toma su fuente en el contacto con la vida de los pueblos y los símbolos de las culturas, escuchando las preguntas escondidas y el grito que surge de la carne sufriente de los pobres». Invitó a la comunidad académica a tocar esta carne, a tener el coraje de caminar en el barro y ensuciarse las manos y declaró: «durante muchos siglos, las ciencias sagradas miraron a todo el mundo por encima del hombro. Hemos cometido muchos errores. Es hora de que todos seamos humildes, de que reconozcamos que no lo sabemos todo, que necesitamos a los demás, especialmente a los que no piensan como nosotros». Además, pidió: “menos sillas, más mesas sin jerarquías, una al lado de la otra, todas pidiendo conocimiento, tocando las heridas de la historia. Según este estilo, el Evangelio podrá convertir el corazón y responder a los interrogantes de la vida”.
Para lograrlo, es necesario transformar el espacio académico en una casa del corazón y éste es necesario en la universidad, que es un lugar de investigación para una cultura del encuentro y no del rechazo. Es un lugar de diálogo entre el pasado y el presente, entre la tradición y la vida, entre la historia y los relatos». Concluyó esta parte con una pregunta fundamental: «¿Consigue todavía esta misión traducir el carisma de la Compañía, consigue expresar y concretar la gracia fundacional y la llamada de Dios asumida por San Ignacio de Loyola?».
Domingo 24 de noviembre de 2024.