P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.
Este año, no ha sido excepción. Más, aún, con la ausencia de mi hermana María de Lourdes y otros seres queridos que este año han regresado con Dios, las fiestas de fin de año me dejan un sabor agridulce que me hacen evocar los recuerdos del tiempo que se ha ido y que jamás volverá. ¿Me incluyo, tal vez, entre los que piensan que las Navidades favorecen estados de tristeza, nostalgia y aun de depresión? Quizás soy simplemente realista al ver que muchos de los esfuerzos por vivir en paz y tener un mínimo de tranquilidad no han sido suficientes y me he dejado llevar por sentimientos negativos que, lejos de ayudarme a crecer, me destruyen y hacen imposible cualquier decisión de afrontar la vida con mayor fe, optimismo y esperanza. En este ambiente de claroscuros surge una invitación urgente a la esperanza y a ver el futuro solamente desde los ojos de Dios. He leído, reflexionado y disfrutado nuevamente un escrito anónimo que me ha animado a profundizar en la lucha, en la tenacidad, en la aceptación serena de lo que no puedo cambiar. Me ha invitado, simplemente, a darme una tregua, precisamente porque, como dice San Ignacio, en tiempo de desolación no hay que hacer mudanza.
Me he aplicado a mí mismo las palabras del autor anónimo que machaconamente me sacude y me urge a caer en la cuenta de que «cuando el corazón se canse de sufrir y la voluntad de batallar y el alma de esperar… date una tregua. También las hojas cabecean ante el sopor del sol, y la lumbre se hace brasa y las estrellas se ocultan; los pájaros se duermen y el paisaje se desvanece. No pares el motor de tu vida…. dale una tregua. No para desistir sino para reponerte. No para claudicar sino para reparar fuerzas». Si, es importante y decisivo no desistir ni de la fe, ni de la esperanza, ni de robustecer convicción de que es posible amar hasta que duela, aunque todo parezca estar en contra, no obstante, todo indique que el mal es mayor y más punzante en todo lo que hago y en todo lo que me rodea. Decido hacer una pausa para no creer que soy autosuficiente y no atreverme a pensar que puedo o tengo el derecho de cambiarlo todo y menos aún, de esperar que los demás piensen como yo, «no para quedarme parado sino para revisar detrás de mi horizonte y a empezar a configurarme y a planear detrás de la tregua».
Porque, es un hecho que «el agobio es un polvo que asfixia, la fatiga una niebla que ciega, las tensiones, un estirar que explota, la falta de tiempo un desasosiego que acelera, los contratiempos diarios, pequeños impactos que enervan. Cuando se acumule mucho sobre tus nervios y tu resistencia,…». Sí, quiero y deseo darme una tregua, pero de ningún modo desistir o rendirme, no quiero darle la ventaja a la amargura, pues aún tengo tiempo para no dejar ni destruirme ni que me destruyan; aunque muchas veces crea entender que no vale la pena seguir en pie, por lo mismo, decido darme una tregua y prepararme para volver a creer y esperar, asumiendo con sencillez que me ha tocado sembrar y no cosechar. Decido luchar porque si no lo hago, caería en el pecado de la mediocridad como si no estuviera mi futuro cimentado en el diario trajín, en los amigos que me aceptan como soy y en quienes no me quieren aun cuando, conscientemente, no les haya hecho ningún daño.
Cuando reflexiono en la intensidad con la que vivió San Ignacio de Loyola – gran pecador y gran santo-, renace mi deseo de imitarlo y vivir sin sombras en mi espíritu, sin estancarme en las flaquezas en el ánimo, sin desfallecer, a pesar de la soledad, la ingratitud y el olvido. Ansío, decido y elijo pedir a Dios el regalo de que sepa incrementar mi capacidad para el amor incondicional y luchar por darle más espacio a la gratitud en el alma, para no claudicar y fortalecer mi voluntad para servir, soñar con altas miras de alcance, uniendo razón y corazón, voluntad y afectividad, con la esperanza de que dentro de mí se afianzará el deseo de ser y crecer, de olvidar la desolación y las afecciones desordenadas que no me dejan en paz. Como el autor anónimo, me abandono decididamente a la inmensidad de Dios quien me susurra continuamente en el silencio y la soledad: «más allá de las fronteras que vives ahora, verás florecer de nuevo tu vida levantarse de nuevo tu árbol y agigantarse de nuevo tu figura. Por alguna de esas corrientes volverá a fluir el deseo, las ganas, el impulso; llevas dentro el manantial, la fibra, el motivo que te hará decir: derrumbamiento y derrota, no. Un esfuerzo y Dios, sí. Pon tus alas sobre la cabeza, pero déjales espacio para remontarse; pon tus sueños en los pies, pero dales un largo recorrido de huellas divinas».
La contemplación serena y confiada del Dios niño me anima a confiar que mis límites, mi pequeñez y debilidad son la fuerza que me alienta a despedir este año con gratitud -a pesar del dolor y los fracasos-, y abrirme a la esperanza de un nuevo año con mayores deseos de servir en esta tierra, pero mirando el cielo y poniendo mi corazón en alguna estrella desde la que me ven quienes ya se han ido y esperan el momento del encuentro definitivo. Quiero y deseo ponerme en las manos de Dios; darme una tregua para conformarme con Cristo y dejarme acompañar por María y José, porque sé, que sólo así se profundizará mi convicción de que la vida tiene mucha más belleza que odio y maldad y que quiero vivirla, hasta que la muerte me una más con quienes me ha querido, aun cuando ya se han ido y a quienes iré con las manos vacías, pero con el corazón lleno de nombres.
Domingo 22 de diciembre de 2024.