La dura y, no pocas veces, obtusa realidad de la vida: guerras, secuestros, robos, asesinatos, desigualdades, mentiras, injusticias… ha orillado al hombre a soñar una sociedad, dentro de un futuro imaginario, con características tan propicias para el bien humano que traigan como consecuencia una humanidad tan perfecta e idealizada, cuya realización se le escapa de sus manos.
De remontarnos al pueblo de Israel (s. VIII a. C.) la proclama de Isaías, plastifica la esperanza que este pueblo tenía con el advenimiento del Mesías que provocaría una vida libre de pobreza, de sufrimientos, de preocupaciones y desigualdades: “Todo valle sea elevado, y bajado todo monte y collado; vuélvase llano el terreno escabroso, y lo abrupto, ancho valle” (Is 40, 3-5). Que así la describe Tomás Moro (1478-1535) en su famosa obra, Utopía.
Del griego: ou = ‘no’ y tópos = ‘lugar’, en oposición a distopía = ‘lugar malo’, utopía es el nombre que este filósofo, historiador, teólogo y santo, dio a una isla y a la comunidad ficticia que la habita, cuya organización política, cultural y económica plastifica el paradigma al que debe aspirar toda sociedad en un futuro siempre distante.
Siempre distante y, por lo tanto, irrealizable; pero como reza Mateo 19,26: “para los hombres esto es imposible, mas para Dios todo es posible”. De ahí el sentido profundo de las palabras de Yahvé que proclama Isaías. Ante la desesperanza de una sociedad totalmente justa, habida su utópica imposibilidad, el anuncio del consuelo de parte del Señor (Is 40,1), único capaz de hacerlo realidad, pone fin a toda situación de angustia en la que la comunidad repte, tocando al hombre ‘preparar el camino’, es decir, suscitar una actitud corresponsable para ir haciendo realidad esa nueva sociedad que idealiza.
De hecho, es éste el sentido del Adviento = ‘tiempo de espera vigilante, de arrepentimiento, de perdón, de alegría y de preparación espiritual para el nacimiento de Cristo’.