Con la esperanza renace la alegría

P. Jaime Emilio González Magaña, S. J.

Hemos dado inicio al Jubileo Ordinario del año 2025. En la Bula de convocación, el Santo Padre nos invita a favorecer los signos de esperanza en un mundo que se jacta de haberlos ignorado, inmerso como está en una dictadura del relativismo. En palabras de Francisco: «Además de alcanzar la esperanza que nos da la gracia de Dios, también estamos llamados a redescubrirla en los signos de los tiempos que el Señor nos ofrece». Y añade: «Que el primer signo de esperanza se traduzca en paz para el mundo, el cual vuelve a encontrarse sumergido en la tragedia de la guerra. La humanidad, desmemoriada de los dramas del pasado, está sometida a una prueba nueva y difícil cuando ve a muchas poblaciones oprimidas por la brutalidad de la violencia. ¿Qué más les queda a estos pueblos que no hayan sufrido ya? ¿Cómo es posible que su grito desesperado de auxilio no impulse a los responsables de las Naciones a querer poner fin a los numerosos conflictos regionales, conscientes de las consecuencias que puedan derivarse a nivel mundial? ¿Es demasiado soñar que las armas callen y dejen de causar destrucción y muerte?»

Esto sólo será posible, si creemos que Jesús ha nacido, que vive y está entre nosotros, ya que únicamente esta verdad puede lograr: mover el corazón hasta de los más escépticos en el sentido de que es posible creer en un mundo mejor. Sin ingenuidades o infantilismos, nos ayuda a profundizar el hecho de que la esperanza es milagrosa y cuando la aceptamos así, sencillamente, todo cambia, todo es posible. Cuando renovamos nuestra fe en que nuestra vida puede ser mejor, todo lo vemos con una mirada más limpia, y, aunque en realidad siga igual, nos parece diferente. Porque si ha cambiado nuestra actitud, ha cambiado todo y ya nada es igual. No en vano San Pablo afirma que los creyentes son spe salvi, es decir, «salvados en esperanza» (Rm 8, 24) y que por ello deben ser spe gaudentes o «alegres en la esperanza» (Rm 12, 12). No como esa gente que espera ser feliz, sino que es feliz ya, a pesar de la mentira, del dolor, la enfermedad, el fracaso y la muerte por el solo hecho de que ha sabido esperar.

Cuando muere la esperanza, vivimos anclados en el pasado, desconfiamos de las personas, más aún, de nosotros mismos y el miedo a morir se transforma en un sentimiento destructivo al que le dedicamos nuestros mejores días. Con el tiempo, sin darnos cuenta, nos volvemos como esos cuartos cerrados que huelen a viejo, a humedad y a abandono. Corremos el riesgo de convertirnos como esas personas que, con el paso de los años, van dejando por la vida pedazos de su corazón y se vuelven frías, calculadoras, resentidas… Pudieron haber salido de su depresión, su tristeza, su fracaso, su desencanto y optaron por la amargura, la soledad y la desilusión. Después de un amor no correspondido, un matrimonio fallido, la traición de un amigo, el rechazo de los demás, un empleo no conseguido o, simplemente, un sueño no realizado, podemos cerrar herméticamente nuestra vida y convencernos que es mejor no volver a creer para no sufrir una vez más.

Todavía estamos a tiempo de hacer una limpieza profunda de esas telarañas que nos impiden agradecer tanto bien y tanto amor recibido. Aún podemos dejar que Dios entre en nuestra vida y la sanee como el aire purifica esas casas húmedas o llenas de polvo y suciedad que se han ido acumulando por nuestras necedades, cobardías y mediocridades. No es bueno que nos encerremos en la tristeza y la desesperanza. Abramos nuestro corazón y dejemos que salga el olor a naftalina, al moho del encierro y hagámosle un lugar a Dios, nuestra Esperanza. Aún podemos vivir la certeza de que nuestros seres queridos que han muerto están a nuestro lado -como siempre- y no como simples recuerdos disecados. Usemos nuestras manos para abrazar, no para defendernos; nuestra cara para sonreír, no para agredir; nuestro corazón para amar, no para odiar. Que de nuestros años viejos brote, al menos, un rayo de esperanza para no quitarles a los jóvenes las ganas de vivir. Que, al menos, nos quede un poco de humildad para pedirle a Dios que venga de nuevo a nuestra vida. Porque «los jóvenes se cansan, se fatigan, los valientes tropiezan y vacilan, mientras que a los que esperan en Yahveh él les renueva el vigor, subirán con alas como de águilas, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40, 30-31). Pues donde renace la esperanza renace, sobre todo, la alegría.

Domingo 19 de enero de 2025

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