El amor trasciende la muerte

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

            Hoy hace exactamente un año que mi hermana Lulú volvió con el Señor y se unió con mis padres y todos nuestros seres queidos para no separarse jamás. Permítanme compartir con ustedes mi fe y mi esperanza en medio del profundo dolor que nos atenaza por su partida tan inesperada, tan brutal. Aunque su ausencia llena de silencio nuestros días y pesa en nuestros corazones, mi convicción en la resurrección y en el amor eterno de Dios nos sostiene y me llena de consuelo. Nuestra fe nos enseña que la vida no termina con la muerte, sino que solamente se transforma y da sentido a todo lo que vivimos y somos. Creo firmemente, con mi familia, que Lulú ahora está en la presencia de Dios, rodeada de luz y de paz, lejos de cualquier sufrimiento terrenal y acariciada de quienes tanto la han querido. Ella ya ha alcanzado esa vida plena que tanto anhelamos y que nos ha sido prometida. En su nueva morada, estoy seguro de que Lulú sigue amándonos, cuidándonos y acompañándonos desde lo alto, con Dios y desde Dios.

            No puedo negar que el dolor de su ausencia es real y profundo, pero también es cierto que el amor de Dios nos envuelve y nos fortalece en este tiempo difícil. Creo que, en cada lágrima, en cada recuerdo y en cada oración, el Señor nos está recordando que no estamos solos y que su amor es más grande que cualquier pena e infinitamente más profundo que cualquier dolor. La muerte de un ser querido, como la de Cristo, nos reta a vivir y honrar la vida. No podemos quedarnos en medio de la aflicción, es necesario creer apasionadamente en la resurrección para que podamos encontrar consuelo en la promesa de la vida eterna. Solo la fe en Cristo vivo nos permite mirar más allá del dolor y recordar que Lulú, como todos quienes nos han dejado, no han desaparecido, sino que han pasado a una nueva existencia donde ya no hay tristeza ni sufrimiento, sólo la plenitud del amor divino.        La muerte es una llamada a la vida y ésta, vivida en plenitud y confianza, a pesar de nuestros límites y errores.

            Siempre inesperada y siempre enigmática, nos lanza una pregunta profunda: ¿cómo estamos viviendo aquí y ahora? En su misterio, nos recuerda una verdad irrefutable: no sabemos ni el día ni la hora en que nuestros pasos se detendrán en esta tierra. Y aunque esta realidad podría asustarnos, también puede ser una invitación a la conversión. Cada despedida, cada pérdida, nos sacude como un eco lejano que nos invita a revisar el modo en que caminamos por la vida. ¿Estamos cuidando nuestras relaciones? ¿Estamos siendo fieles a los que amamos? ¿Les estamos diciendo lo mucho que los queremos y la gran necesidad que tenemos de ellos? La muerte nos susurra que todo es fugaz, y que quizás lo más importante no es cuánto tiempo tenemos, sino cómo lo vivimos. No se trata de vivir con miedo, sino con vigilancia, que no es paranoia, sino atención plena; que no es carga, sino un recordatorio constante de que cada instante es un regalo.

            Si la muerte nos acecha, no es para asustarnos, sino para despertarnos a la fragilidad de nuestros días, a la importancia de amar sin reservas, a la urgencia de perdonar antes de que sea demasiado tarde. Cada momento cuenta y nos invita a ser mejores. En el sendero de la vida, hay momentos en los que el peso de las heridas parece insuperable. El orgullo, el dolor o la indiferencia pueden alzarse como barreras que nos separan de aquellos a quienes amamos. Sin embargo, la muerte nos invita a reflexionar sobre una verdad profunda y transformadora: el amor, cuando es auténtico, no tiene fin. Ni la muerte misma puede destruirlo, porque quien está en Dios permanece en el amor, y quien ama camina siempre hacia la eternidad. El perdón es la llave que abre las puertas al entendimiento. No es un acto de debilidad, sino de fortaleza espiritual, de humildad y de valentía. Es reconocer que todos somos frágiles y estamos hechos del mismo barro. Es soltar las cadenas del rencor que nos atan y nos alejan de la paz interior. Perdonar no significa olvidar el daño, sino recordar que el amor tiene el poder de sanar y de restaurar lo que parecía perdido.

            Hoy es el momento. No esperemos el mañana, porque la vida es frágil y fugaz. Las palabras que no decimos, los abrazos que no damos, los gestos de amor que posponemos pueden quedar atrapados en el silencio de lo irremediable. Quien parte de este mundo no se lleva consigo el amor que sembró, sino que lo multiplica en quienes permanecemos aquí. Ese amor, que trasciende la muerte, nos impulsa a vivir con más intensidad, con más propósito. Las palabras que nacen del amor tienen una fuerza especial: disipan las sombras del malentendido y traen consigo la luz de la reconciliación. En cada diálogo sincero, en cada gesto de ternura, descubrimos que aún hay caminos para reencontrarnos. Los que están con Dios nos guían desde su eternidad y nos susurran al corazón que el amor verdadero nunca termina, que siempre hay una oportunidad para amar más y mejor. Esa verdad nos llenará de paz, fortaleza y esperanza, para que podamos honrar la memoria de Lulú viviendo con el mismo amor y fe que ella inspiró en nosotros. Que su resurrección nos recuerde que el amor nunca muere y que, algún día, nos volveremos a encontrar en la eternidad.

Domingo 2 de febrero de 2025.

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