La alegría de Dios está en perdonar

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

Si queremos comprender el significado auténtico del perdón, es necesario remontarnos a un nombre, inscrito en la historia, que contiene y expresa de modo absolutamente eficaz la gloria de Dios que perdona, y este nombre es Jesús. Se trata de una epifanía del nombre de Jesús pues en ella podemos y debemos reconocer una verdadera y propia revelación del designio salvífico del Padre, porque Él es la epifanía del amor del Padre. Escuchamos este nombre desde las primeras líneas del Nuevo Testamento cuando el Señor se dirige a un hombre bueno y le dice: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu mujer: lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 20a). Se trata de un verdadero anuncio, lleno de novedad y dramatismo al mismo tiempo ya que es completamente inédito que Dios se haga hombre para liberar a su criatura del pecado. Este acontecimiento hace exclamar a San Pablo: «Porque la generosidad de Dios Salvador acaba de manifestarse a todos los hombres; nos enseña a rechazar la vida sin Dios y las codicias mundanas, y a vivir en el mundo presente como seres responsables, justos y que sirven a Dios» (Tít. 2,11-12).

Y es más que evidente que este nombre, dado a este niño, se refiere a un destino de muerte y de vida; es el preludio de un drama que hará temblar la tierra (cf. Mt 27, 51 ss.). Así es como se cumple el plan divino de salvación y así se hace realidad el nombre «Jesús», que deriva de la raíz hebrea «salvar». Este doble carácter de novedad y dramatismo que emana del nombre «Jesús» nos permite captar con certeza la naturaleza y el signo de la alegría de Dios cuando perdona. Esto nos permite reconocer, en primer lugar, un rasgo de la pedagogía divina que quiere educarnos para percibir exactamente en qué consiste la alegría de Dios y cómo se expresa. Éste es un aprendizaje al que debemos permanecer fieles siempre y recordarlo en las más variadas pruebas de la vida. Una característica de esta alegría divina, la primera y fundamental, consiste en el hecho de que es salvífica pues asílo dice el nombre de Jesús. Éste es el fundamento de todos los demás aspectos o notas del amor de Dios.

Es un movimiento del corazón de Dios, que precede a toda posibilidad humana de correspondencia; es una necesidad irreprimible para ser Dios, que se entrelaza con la historia de la humanidad para sacarla del mal y dirigirla hacia el bien; es el modo mismo de ser de Dios —tal como la Biblia nos lo revela y nos enseña a tratar con Él— que, dándose a conocer como lo que es, Dios infinitamente misericordioso (cf. Ex 34, 6ss.), que se compromete como Salvador (cf. Gn 3,  15) y permanece fiel a su promesa hasta el final de los tiempos. En esta línea, es esclarecedora y consoladora una comparación ideal y real entre Mateo 1, 21 («Llamarás su nombre Jesús») y Génesis 3,15 («Te aplastará la cabeza»). Inmediatamente después de la infidelidad de la primera pareja humana, Dios interviene para prometer, unilateral e incondicionalmente, al Salvador. En la plenitud de los tiempos, la economía de la salvación se realiza con el cumplimiento de esa promesa original.

Estos dos «momentos importantes» de la única historia salvífica son fruto de la benevolencia divina, de la voluntad de ese Dios que se “regocija en el mundo, en Su tierra, y tiene sus delicias con los hijos de los hombres”. (cf. Prov. 8, 31), en venir, morar y conversar con nosotros (cf. Jn 1, 14-18), de pasar como amigo de los pecadores (cf. Mt11, 19), pero sobre todo en el perdón de los pecados de los hombres (cf. Mt 9, 6), en la eliminación del pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). La alegría de Dios Padre, por lo tanto, se concentra y se expresa plenamente en el acontecimiento, en la misión, en el nombre de Jesús. En este nombre encontramos también la síntesis de la historia de la salvación, que es esencialmente un relato ininterrumpido de la alegría de Dios que perdona. Por otra parte, hay un término en el Nuevo Testamento, especialmente en San Lucas, que expresa de la manera más completa y perfecta posible la naturaleza de la alegría de Dios está en perdonar: ésta es su benevolencia.

La alegría de Dios no es simplemente un acto de condescendencia, sino una manifestación de su amor misericordioso. Dios encuentra su alegría en perdonar porque su amor es infinito y su deseo es la reconciliación con sus hijos.  Para penetrar en el sentido auténtico de este término, podríamos pensar desde el principio en las «entrañas de la misericordia de nuestro Dios» de las que habla el «Benedictus» (cf. Lc 1, 78), o en esa mirada divina, de la que habla el «Magnificat» (cf. Lc 1, 48), que se apoya en la pobreza de María de Nazaret y se extiende de generación en generación a los que temen al Señor. Jesús es el primer y privilegiado término de la complacencia divina: «Tú, tú eres mi hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3, 21). Es la humanidad entera la que es objeto de la benevolencia divina: «Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que ama» (Lc 2, 14).

Domingo 16 de febrero de 2025

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